El proyecto de un hombre solo
En cada generación hay un pequeño grupo de hombres que, por donde vayan, hacen levantar las miradas de los curiosos y fruncir el ceño a los escépticos. Hombres que pueden compartir un ideal, luchar por un sueño o, sencillamente, salirse de lo que la multitud considera como “ordinario” para realizar cosas, bueno, cosas extraordinarias. Y Ferdinand Cheval es sin lugar a dudas uno de estos hombres.
Una vida llena de necesidades
Nacido en Francia en el año 1826, Cheval no conoció más que la privación a lo largo de toda su infancia: “era una época difícil, donde abundaban las epidemias y las enfermedades y la mayor parte de los campesinos no llevaba zapatos, consideraba la carne un lujo inalcanzable y dormía al descubierto, sin sábanas”, narra Pierre Chazaud, uno de sus biógrafos. A pesar de la adversidad, Cheval pudo terminar su escuela primaria y a los 13 años se convirtió en aprendiz de panadero. Cuando murió su padre abandonó el hogar, dejó la finca a sus hermanos y se dedicó del todo a la panadería.
Pero la desgracia no abandonaría a Cheval. Pocos años más tarde, ya estando casado, la muerte de su primer hijo lo llevaría a abandonar su labor de panadero. Tras trabajar algunos años como obrero en varias fincas de la región, consiguió puesto oficial de repartidor de correos. Estando allí, murió Rosalie Revol, su amada esposa.
El sueño del castillo
Quienes lo conocieron dicen que fue aquí cuando el sueño comenzó a repetirse. Él mismo contaría más adelante que “en el sueño, había construido un castillo… o un palacio, o cuevas. Es difícil expresar bien estas ideas”. Esto habría ocurrido por primera vez en torno a 1864, y aunque desconocemos cuánto se repitió, la idea habría calado hondo en la mente de Cheval.
La vida sigue: Ferdinand Cheval volvió a casarse, en esta ocasión con Claire-Philomène Richaud, una mujer de cuna un poco más alta. Continuó con su incansable labor de repartidor de correos que en promedio lo obligaban a andar 32 kilómetros diarios en bicicleta. Hasta un día de abril de 1879 en el que, sin razón alguna, vio la piedra.
El día que todo comenzó
Se trataba de una piedra particular, pero ordinaria. Cheval nos cuenta sobre este día:
“Estaba caminando a toda prisa cuando mi pie se enredó en algo que me hizo tropezar y casi caer unos metros más adelante… quince años luego de mi sueño (del que jamás había dicho nada, por miedo a ser tildado de loco), cuando ya lo había olvidado, cuando no estaba pensando en él para nada, mi pie me recordó su existencia. Quería saber de qué se trataba. Era una piedra de forma tan extraña que la puse en mi bolsillo para admirarla con facilidad”.
“Al día siguiente, al volver al mismo lugar, encontré más piedras, de aún más belleza. Las junté todas en el mismo lugar y su visión me generó una especie de placer. Era arenisca, el agua le había dado forma y el tiempo su fuerza… representaba una escultura tan extraña que es imposible para el hombre de imitar, representaba cualquier tipo de animal, cualquier tipo de caricatura.”
“Entonces me dije: en vista de que la naturaleza desea hacer este palacio, yo mismo me encargaré de su arquitectura y construcción”.
Entonces Cheval comenzó su obra. Todos los días, mientras iba del trabajo a la casa, recogía varias de estas piedras de formas extrañas y las almacenaba. Su comportamiento, bastante excéntrico, le acarreó las críticas de los vecinos e incluso ser tildado de “tonto del pueblo”, pero el hombre, empeñado en seguir su sueño, jamás dejó de lado su trabajo. 33 años, en total, estuvo día y noche envuelto en su labor hasta que terminó su obra.
La obesión de Ferdinand
Los primeros 20 años se los dedicó a la fachada oriental. Al ver que no avanzaba, decidió trabajar las noches allí, alumbrándose con una lámpara de petróleo. Para unir las piedras, Cheval utilizó lima, mortero y (principalmente) cemento. Tras terminar esta fachada, comenzó a trabajar en el sector occidental, en donde construyó una especie de compendio de la arquitectura mundial en miniatura: una mezquita, un templo hindú, un chalet suizo y un castillo medieval, entre otros, adornan los distintos cuartos. Las fachadas norte y sur están dedicadas a la naturaleza moderna y a un mundo mágico, antediluviano, respectivamente.
A veces se afirma que lo que diferencia a un demente de un visionario no es más que el resultado de sus actos. Ferdinand Cheval, sin lugar a dudas, hubo de ver los paisajes de la locura ante sus ojos para acometer esta magnificente obra. Llamarlo loco, sin embargo, resulta sacrílego, casi insultante. El hombre era un genio.
La magnífica obra final: el Palacio ideal
Pero, ¿acaso habría visto Ferdinand las figuras de su Palacio, antes de hacerlo? ¿Alguna fuerza externa habría guiado sus manos para realizar los detalles de sus extrañas esculturas? ¿Qué lleva a un hombre a dedicar 33 años de su vida a realizar una obra cuya arquitectura parece salida de algún cuento surreal?
Posiblemente jamás sabremos la respuesta a estas preguntas. Ferdinand Cheval murió algunos años luego de terminar su Palacio y un año después de terminar el mausoleo en el que habría de ser enterrado. Su legado, para quien desee verlo, sigue en pie en Hauterives, Francia, como uno de los ejemplos de arte marginal más famosos y espectaculares del mundo.
Y tú, ¿conoces algún “loco” cuyo legado haya sido semejante? Coméntanos sobre las construcciones absurdas que existen en tu localidad.
Fuente de imágenes: 1: facteurcheval.com, 2: tejiendoelmundo.files.wordpress.com, 3: upload.wikimedia.org