Un misterio ardiente
A mediados del siglo pasado, unos misteriosos fuegos asolaron durante varias semanas una pequeña zona de la provincia de Almería. Combustiones espontáneas que, día y noche, atormentaron y en algunos casos chamuscaron a los vecinos de Laroya.
Si tienen intención de leer este post, prepárense un café y acomódense en sus asientos pues es uno de los más extensos e interesantes que por el momento se han publicado en este blog. Les aseguro que pasarán unos minutos de lo más entretenidos.
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Creo que podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que los misteriosos fuegos de Laroya siguen siendo hoy en día uno de los expedientes por resolver que tiene España. A pesar de que cuando todo ocurrió, el Gobierno tomó cartas en el asunto, ningún científico ni investigador pudo sacar nada en claro.
Laroya es una pequeña población andaluza de la provincia de Almería que se encuentra en la sierra de los Filabres a 8 kilómetros de Máchale. Todo ocurrió el día 16 de junio de 1945 sobre las cinco de la tarde. El ambiente en la población era extraño, ya que había una densa niebla, poco habitual en esas fechas, y en todas partes se respiraba una especie de olor a azufre o algo similar. La niña de catorce años María Martínez Martínez, vecina de la población, jugaba por el cortijo Pitango y, según los testimonios, pudo ver una especie de bola de color azulada “como bajar del cielo” y que prendió el mandil que llevaba puesto. El impresionante susto de la niña la hizo reaccionar y de inmediato apagó las llamas que por su cuerpo se estaban extendiendo. Los jornaleros qu trabajaban en el cortijo, alertados por los gritos de la pequeña, fueron en su ayuda. No daban crédito ante tal asombroso fenómeno.
Pero más tarde se percataron de que también a la misma hora de lo ocurrido, en la ladera contigua de la montaña, y concretamente en el cortijo Franco, comenzaron a arder de manera similar – de forma inexplicable – unos capazos y unos montones de trigo, que además estaba verde.
En ambos casos, el fuego se inició sin ninguna causa. los habitantes de Laroya estaban completamente atemorizados, pues, al no poder entender la situación, temían que volviese a producirse e incendiara a alguien más. Y así fue, al poco volvía a producirse otro extraño fuego inexplicable, y luego otro, y así muchos otros conatos que aparecían por doquier, hasta que esa misteriosa niebla “pululante” en el lugar se levantó, cosa que ocurrió a eso de las once de la noche.
Cuando todo se calmó, hubo una reunión de vecinos en la que acordaron realizar una batida por la zona, pues todo apuntaba a que algún pirómano estaba por el lugar haciendo de las suyas. Con candiles, lucernas y farolillos fueron a buscar por entre la maleza y algunos recovecos para identificar al posible causante. Pero su búsqueda resultó del todo infructuosa.
A la mañana siguiente, atemorizados, los vecinos de Laroya corrieron al retén de la Guardia Civil de Macael para advertirles de lo que estaba ocurriendo y pedirles “ayuda urgente”. De este modo, y comandados por el cabo Santos, partieron veloces cuatro guardias al galope con sus caballos por el rudo camino de los Filabres en dirección a Laroya. Según un testimonio, nada más llegar al pueblo, mientras estaban entrevistándose con un vecino, pudieron ver con sus propios ojos cómo la chaqueta de un agente, que había dejado colgada en una percha, ardía sin remedio. Igual ocurrió con una escoba, con una silla y otros utensilios que estaban por allí. Incluso vieron cómo una pobre gallina que andaba picoteando el suelo comenzaba a arder de manera espontánea. El cabo Santos les pidió paciencia aunque los vecinos le dijeron que no podían perder tiempo: “¡Se nos quema todo!”, y en ese momento, en el cortijo de Estella, con los guardias presentes como testigos, observaron todos el fuego extenderse por la techumbre de la casa, la cuadra, la despensa y hasta los embutidos que allí tenía almacenados.
Los miembros de la Benemérita decidieron informar rápidamente de lo que estaba sucediendo al gobernador civil, y éste dio la orden de enviar de inmediato a especialistas a la población para que averiguasen qué estaba ocurriendo en Laroya. De ese modo llegaron al pueblo el ingeniero Rodríguez Navarro (jefe del Observatorio Meteorológico) y otro ingeniero de la Jefatura de Minas de la zona. Estuvieron investigando durante varios días, pero los incendios se repitieron una y otra vez. El día 23 de ese mismo mes, ellos mismos presenciaron un incendio espontáneo en el cortijo Fuente del Sax, propiedad de Silverio Sánchez Martín.
El día siguiente sería uno de los de mayor actividad. Se produjeron nuevos incendios en el cortijo del Cerrajero y en el de Gabriel Martínez, que causaron muchos daños materiales, sobre todo, de utensilios y ropas. Según las declaraciones de la época era “como si aquellos fuegos tuvieran vida propia, como si actuasen de manera inteligente”. Durante ese día se produjeron más de cien fuegos inexplicables en diferentes lugares.
Durante dos semanas hubo más de trescientos fuegos espontáneos en toda la zona. El mismo cura de la aldea pasaba mañana, tarde y noche tocando las campanas, “avisando a fuego”, ya que cuando parecía que se extinguía un incendio, se declaraba otro en otro lugar. Los diarios de la época reflejaron los hechos ocurridos en la población de Laroya y, como consecuencia, curiosos de todas partes acudieron a la localidad para ver los misteriosos fuegos o para ayudar en caso de necesidad.
Tras analizar los detalles, los ingenieros que estudiaban el caso plantearon varias hipótesis. Sobre todo, se centraban en un hecho ocurrido en Almería durante el mes de noviembre de 1741, donde según las crónicas, una nube impulsada por un fuerte viento del este se desplazó hasta las montañas que coronan la capital. De repente dejó caer una lluvia de “chispas”, que prendieron fuego a muchos lugares del campo, e incluso a una escuadra inglesa, comandada por M. de Court, que estaba en el puerto de Almería.
Dicho fenómeno fue asociado al cercano volcán italiano Etna, que tras un fuerte viento depositó una especie de carga en una nube que se trasladó hasta nuestro país. Los ingenieros comprobaron que las horas de acción de tales fenómenso de 1741 coincidían con la de los fuegos de Laroya.
El informe de los resultados firmados por el ingeniero don José Cubillo, detallaba cómo se establecieron varias hipótesis para demostrar la naturaleza de los misteriosos fuegos. Según éste, se pensó en bolsas de gas contenidas en el aire, fenómenos atmosféricos puntuales tipo rayo-bola, concentraciones inflamables de materia o gases, y muchas otras causas, pero todas las hipótesis fueron desechadas poco a poco por los propios analistas, pues no encontraban argumentos que los sostuvieran. Incluso, al igual que en 1741, se especuló con que pudieran ser las propias cenizas del volcán Etna, pero nuevamente esta explicación fue descartada. También se descartó la hipótesis, especialmente reseñada, de la actuación humana como productora de las combustiones espontáneas, pues había numerosos testigos y pruebas que corroborasen la espontaneidad de los fuegos.
Los científicos salieron del pueblo tal como habían venido, sin una clara explicación. Fue entonces cuando las más ancianas del lugar comenzaron a difundir por el pueblo el rumor de que se trataba de una maldición muy antigua. Según parece, hacía muchos años un moro llamado Jamá fue acusado de hereje y ajusticiado por la Inquisición en la aldea de Laroy y, mientras ardía en la hoguera, juró venganza eterna al pueblo por haberlo delatado.
Por otro lado, también había quien relacionaba todos estos hechos con el mismísimo diablo, sobre todo porque muchos decían que, acompañando a los fuegos, se respiraba un extraño olor a azufre que se propagaba por el lugar.
Uno de los testimonios más interesantes del que también la prensa se hizo eco fue que muchos de los testigos decían haber visto, cierto día de extrema actividad misterios, “una especia de niño o “algo así”, como un esqueleto suspendido en el aire, envuelto en fuego y del que se desprendía luz y fuego”. Dado que el fenómeno siguió produciéndose, el Gobierno tomó la decisión de enviar de nuevo a varios expertos para intentar dar una explicación al insólito prodigio. Y así, el sábado 7 de julio lelgaron al pueblo un químico y un fotógrafo, quienes, nada más hacer acto de presencia, fueron testigos de la actuación del fuego en el cortijo Pitango, justo cuando el sol estaba en lo más alto. El miércoles día 11 llegaron a Laroya más especialistas, en este caso del Instituto Geológico Minero. Eran el ingeniero Carlos Ortí junto con el señor Cubillo, que fueron quienes elaboraron el informe preliminar, días atrás. También llegó con ellos un especialista del Instituto Geográfico, lo llamaban De Miguel, e iba con el doctor López Azcona, del Instituto Geofísico del consejo Superior de Investigaciones Científicas.
Días después, por parte del Servicio Meteorológico del Ministerio de Defensa, llegaron a Laroya el teniente coronel y meteorólogo Morán Samaniegos y su ayudante, el señor Sierra Silva. Mientras estaba en el cortijo Pitango observando la situación, el propio Samaniegos vio cómo incomprensiblemente ardía su capa. Del mismo modo, los instrumentos de medición del ingeniero José Cubillo, quien estaba depositándolos en cierto lugar para tomar datos, fueron completamente calcinados de manera espontánea y ante sus propios ojos.
Los fuegos siguieron produciéndose, y los “supercientíficos” enviados por el Gobierno sólo sabían hacer una cosa: “Echarse las manos a la cabeza”. Cierto día, mientras estaban tomando datos y concentrados plenamente en sus aparatos, vieron que en el cortijo Pitango se declaraba espontáneamente un fuego que calcinó 30 kilos de harina que habían en una caldera. Muchos de los investigadores comenzaron a asustarse pues ni comprendían ni controlaban la naturaleza de los fenómenos. No tenían hipótesis científicas para esclarecer el asunto, no sabían qué ocurría y, por ello, optaron por desistir en sus empeño y abandonar la investigación sin datos concluyentes.
Tras esto, el Gobierno terminó por silenciar el sorprendente hecho. Quizá no interesaba políticamente más publicidad de los misteriosos fuegos de Laroya porque no tenían explicación.
Según las investigaciones realizadas y los testimonios recogidos por Alberto Cerezuela Rodríguez, y que refleja en la magnífica obra Enigmas y leyendas de Almería, los fuegos, además de presentar una especie de “inteligencia”, tenían predilección por colores claros o blancos. Casi todas las cosas que en un principio ardían espontáneamente eran claras: el delantal de María, la gallina, las ropas,etc. A pesar de esto, luego, con la virulencia de la actuación, comenzaron a arder cosas mucho más oscuras, como, por ejemplo, la chaqueta del guardia civil.
Otro detalle interesante que cabe tener en cuenta es que, antes de producirse los incendios, en el lugar había una “claridad luminosa” extrema, que muchos definen como una especie de humo o niebla. Cuando ardían los objetos, desprendían un olor muy intenso a azufre, petróleo o algo similar. Y con respecto a esto, la mayor parte de los testigos no percibieron el olor antes de estallar el fuego, sino después, cuando el objeto ya estaba ardiendo.
También cabe destacar una característica curiosa: casi todos los objetos que ardían estaban situados a una cierta altura del suelo, aislados eléctricamente; objetos colgados en perchas, ropas en armarios, etc.
Cuando se iba a apagar un fuego, si se le echaba agua, éste tomaba más virulencia – tal como ocurre con fuegos producidos por combustibles–, y la mejor forma de apagarlos era con una manta e incluso, a veces, con la propia mano.
Posteriormente, cuando el silencio reinaba y nadie se acordaba ya de los fuegos, ocurrió un hecho muy significativo y digno de mención. En el pueblo comenzaron a encontrarse restos de petróleo que, muy probablemente y tal como las investigaciones de la Guardia Civil demostraron, alguien había puesto ahí. Parece ser que María, la Niña de los Fuegos confesó: “Lo hice para que volviesen los hombres entendidos y que acabasen con los fuegos”. Según la muchacha, no soportaba sentirse culpable de aquellos fuegos, pues a causa de la prensa, de los comentarios de vecinos, del apodo que le habían sacado, Niña de los Fuegos, y de que todo empezó con ella misma, la joven pensó que había sido la causante de tan terrible maldición al pueblo.
Según sabemos, mucho tiempo después, la Niña de los Fuegos se suicidó ingiriendo sosa caústica. Dicen que desde aquello que vivió convencida de que estaba posída por algo diabólico, y aunque su suicidio aparentemente no tuviese a que ver con el caso, psicológicamente podría haber tenido algún trauma que derivó en su suicidio.
También de su hermana mayor se cuenta que se quitó la vida arrojándose por un precipicio cercano. Y, de igual modo, su hermano José Martínez se ahorcó dentro del propio cortijo Pitango. Como diría cualquiera en la época: una maldición.
Una de las personas que vivieron estos extraños episodios declaró muchos años después:”Los científicos no explicaron nada. Todos tuvimos la sensación, y más con el tiempo, d que se nos ocultaba algo. “No era normal que nadie nos diese una explicación, la Guardia Civil ordenó callar a todo el mundo. A veces nos llegaba algún periódico, y veíamos como ya se había dejado de hablar del asunto, pero aquí lo sufrimos durante dos meses más. Aquel fuego aparecía de día, de noche… con llamas que flotaban en las habitaciones. Había mucho miedo. Estábamos aterrados, se lo juro. Yo era tan sólo una niña, pero ¡como me acuerdo del sonido de las campanas tocando “a fuego” para avisar que ya había aparecido otro, y otro! Aún recuerdo a las niñas quemadas, como María Martínez o Mari Molina, a las que se les prendió el vestido y estuvieron a punto de abrasarse vivas. Aquello era una cosa invisible. Casi todos creíamos que se venía encima el fin del mundo. Entiéndame… ¡Es que nadie nos explicaba nada!”.
A pesar de que nadie hizo mucho caso al tema de la maldición del moro Jamá, que según algunos de los habitantes de Laroya podría haber tenido algo podría haber tenido algo que ver, Pedro Amorós se molestó en consultar algunos libros y textos sobre los procesos inquisitoriales de la zona, y no, no encontró a ningún moro llamado Jamá. Sólo halló un proceso del año 1561 relacionado con ese tipo de acusación de Macael y fue el de Juan de Benavides:”Porque está relajado y dixo que era señal de Mahoma y del Cielo y que aquella era buena y mejor que la de la Cruz, enviose preso con secuestro de bienes”.
Y a pesar de que el Santo Oficio en esa época y, sobre todo, en esta zona tan influida por la cultura musulmana sólo buscaba recaudación, pudo ser muy probable que dicho personaje acabase relajado, es decir, quemado en algún lugar. También pudo ocurrir que tras llevárselo, jurase venganza y, aunque no hayamos encontrado su nombre, no implica que no existiese, ya que muchas veces a estas personas se las conocía por los apodos, y quién sabe si éste podría ser el famoso moro Jamá…
Leído en Guía de la España misteriosa, de Pedro Amorós. (Editorial Cúpula)
Posteado por Sinuhé. El pensante.