Libertad, fraternidad y gastronomía
A los gastrónomos tal vez les resulte difícil creerlo, pero el cuarto de siglo teñido de sangre que transcurrió entre la Revolución francesa (1789) y la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo (1815) fue también el campo de pruebas inspirador para una institución muy querida: el restaurante.
Antes de esa época, las comidas elegantes eran del dominio exclusivo de los ricos, que tenían grandes cocinas y jefes de cocina personales que incluso viajaban con ellos de château en château. Los únicos figones comerciales eran las sórdidas fondas de los caminos, donde los viajeros se sentaban entre extraños en torno a un mediocre buffet al estilo familiar.
En algún momento de la década de 1760, el número cada vez mayor de parisinos de la clase media desarrolló una nueva pasión por los caldos y sopas saludables, que recibían el nombre de restaurants (reconstituyentes), y algunos vendedores ambulantes comenzaron a expenderlos. No tardaron mucho los propietarios en caer en la cuenta de que existía un mercado para menús y decorados más refinados. En la década de 1780 abrieron en París algunos refectorios más acreditados, donde los clientes podían sentarse en mesas individuales e incluso escoger entre la variedad de platos.
La revolución dio en realidad un empujón a los restaurants al inundar el mercado laboral de jefes de cocina desempleados procedentes de las cocinas aristocráticas y llenar sus bodegas de excelentes botellas de vino vendidas a buen precio por los nobles en su huida. En 1790 funcionaban en París unos cincuenta restaurantes. Sus negocios se tornaron un tanto arriesgados en el apogeo del Terror en 1794: la escasez generalizada de alimentos inducía en ocasiones a los patriotas a denunciar a sus propietarios por acumuladores y estraperlistas. El propietario de un restaurante, Jean-François Véry, fue encarcelado porque un viejo rótulo encima de su puerta decía en español: “Damos la bienvenida a las personas de la mejor condición”, una idea de lo más antidemocrática. Otro propietario, Gabriel Doyen, que había trabajado como jefe en la cocina de María Antonieta, no pudo escapar de su pasado aristocrático y acabó finalmente en la guillotina. Pero la mayoría de los restaurantes mantuvieron una actividad animada, con las mesas atestadas de buenos jamones, asados y patés. La clientela estaba relativamente a salvo en los restaurantes, y bromeaba con que Robespierre no podía permitirse enviar allí a sus espías.
Pero en realidad, el buen yantar comercial se impuso después de 1800, cuando Napoleón se hizo con el poder como primer cónsul y su departamento de policía publicó una proclama conforme a la cual, junto con la libertad de religión y de indumentaria, los franceses podían disfrutar ahora de la “libertad del placer”. Pasarlo bien era un deber para todo patriota, según napoleón, si había champán y salsas, no había conspiración. Además, la expansión del Imperio francés llevó una fantástica riqueza a París. La ciudad se vio inundada por nuevos ricos que habían amasado su fortuna en el mercado de armas o en turbios negocios de importación, y que vivían como chabacanos jefes de la mafia rusa de nuestros días.
Los restaurantes comenzaron a competir para atraer a los clientes con fastuosas decoraciones de mármol y complejos espectáculos en directo. En un establecimiento, mujeres desnudas ataviadas como guerreras amazonas descendían del techo en carros dorados. Aquellos templos de la gastronomía se convirtieron en atracciones turísticas a la misma altura que Notre Dame y aparecían en las publicaciones sobre viajes de toda Europa. Los parisinos menos pudientes también se daban un gusto de vez en cuando, aunque se convirtió en práctica casi habitual robar los cuchillos y los tenedores para resarcirse de los gastos. Un cliente del restaurante para gente pudiente Naudet fue descubierto por los camareros y con buenos modales se le entregó una factura que incluía el concepto “Cubertería, 54 francos”. El cliente pagó con alegría, aunque criticando: “Qué caras se están poniendo las cosas en estos tiempos”.
Pese a todo, se cuenta que allá por el siglo XII ya existían en China algunos locales con menú y camareros, e incluso con bebidas con hielo, que eran considerados como un lugar de encuentro social y que también ofrecían otros manjares de aspecto sexual. En fin, es lógico entonces que existan tantos restaurantes chinos en la actualidad, ya que llevan un buen número de siglos reproduciéndose.
Bon appétit
Fuentes:
Extracto de 2500 años de historia la desnudo, Tony Perrottet
La invención del restaurante, Rebecca Spang
Haute Cuisine: How the French Invented the Culinary Professión, Amy Trubeck