Las Epidemias en la Historia
Hace algunos días hablábamos de la debilidad de las medicinas actuales contra cada vez más enfermedades, de cómo las mutaciones en las bacterias y virus ha llevado a que más y más antibióticos queden obsoletos. Junto con otros factores, esto ha llevado a los científicos a preguntarse si no estamos en el umbral de una nueva pandemia global, como aquellas que periódicamente azotaban el mundo en siglos anteriores llevando consigo el dolor y la muerte.
La posibilidad de una nueva epidemia de este tipo la veremos en el último artículo de la serie. Por ahora, nos concentraremos en las plagas que ya han existido y en las características que tuvo su llegada para las sociedades que las sufrieron. Quisiera que antes de debatir sobre la posibilidad de una plaga consideráramos las características de una y lo horrible que puede llegar a ser.
¿Qué caracteriza una epidemia?
Todas las plagas se caracterizan por una serie de factores, que involucran tanto a la enfermedad como a la sociedad que la recibe. En primer lugar, todas las epidemias tienen un vector de transmisión eficiente: sean las ratas, las pulgas, el agua o el aire, la enfermedad requiere de un medio para transmitirse de un lugar a otro: el VIH, seguramente la enfermedad más letal de nuestro tiempo, se mantiene relativamente controlado gracias a la dificultad para contagiarse (imaginen si se contagiara como la gripe).
En segundo lugar, las plagas solo funcionan si las poblaciones tienen contacto constantemente entre sí y hay una densidad de población relativamente alta. Los cazadores – recolectores australianos o de Norteamérica seguramente se encontraban dentro de las poblaciones más sanas del mundo (al menos hasta que llegaron las enfermedades del Viejo Mundo) porque un virus no podía sobrevivir en poblaciones tan pequeñas. Así, es natural que la plaga llegue en un momento en el que la población ha crecido mucho.
En tercer lugar, una epidemia se ceba en los sectores más vulnerables de la población. Nuestra sociedad, bien alimentada, no es consciente de las penurias de las clases bajas a lo largo de gran parte de la Historia: difícilmente podrían compararse con ellas más que algunos países de África, e incluso los sectores más pobres de América Latina tienen a su disposición más y mejores alimentos que los de aquellos desheredados.
La última característica que debe tener una epidemia para lograr un gran alcance es lo que se denomina su “virulencia”, es decir, la posibilidad de que infecte (y mate) a una persona determinada. Una enfermedad extremadamente contagiosa no es peligrosa si no es virulenta: la gripe ordinaria podría ser un buen ejemplo de ello: contagia a todo el mundo pero menos del 0,1% de las personas mueren por su causa.
La Historia de la Peste de Justiniano
Todas estas características confluyeron por primera vez durante la llamada Peste de Justiniano, que muchas veces se considera la primera epidemia mundial en la Historia. Pese a que grandes enfermedades ya habían aparecido (como aquella que mermó la población de Atenas durante la Guerra del Peloponeso), es la primera vez que se documentan muertos a lo largo y ancho del mundo: con toda certeza en África y Europa y con indicios que van hasta las costas orientales de China.
El Imperio Romano de Oriente
El año es 541. La región, el Imperio Romano de Oriente (con capital en lo que hoy es Turquía), heredero de las estructuras de Roma y con un dominio completo sobre el Mar Mediterráneo que otrora fuera considerado un “lago romano”. El gobernante, Justiniano I, quien gobernaba a la sazón el Imperio y soñaba con devolver a su antigua gloria al imperio Romano. Pero su obra sería destruida no por sus errores, sino por la llegada de la peste.
Se cree que se originó en algún lugar del este africano, quizás en África central, en torno a la actual Tanzania. Por las rutas comerciales llegó a las densas poblaciones de Egipto y, después, a las ciudades europeas y del Medio Oriente. Se trataba de la peste bubónica, del primer estallido conocido de esta enfermedad.
La epidemia llega a Constantinopla
Lamentablemente, las fuentes no nos cuentan la historia con tanto detalle como lo harán en la siguiente epidemia (mucho más famosa) en torno al siglo XIV. Sin embargo, sabemos por el historiador Juan de Éfeso que los muertos se apilaron en Constantinopla en cantidades tales que era imposible limpiar las calles de la ciudad: se calcula que en el momento álgido de la epidemia llegaron a morir 5000 personas diarias.
A lo largo y ancho del Mediterráneo se tienen registros semejantes. De acuerdo con las evidencias, grandes regiones quedaron desoladas, ya fuera porque todos murieron o porque los supervivientes decidieron huir de la muerte negra a regiones más prometedoras.
Pero las cosas no terminarían allí. Como si se tratase de una pesadilla, la peste volvería: al primer brote del 541 – 547 le seguiría otro en el 558 – 561 y varios brotes menores a partir del 594. La gran obra de Justiniano, su reconquista de los territorios del otrora glorioso Imperio, no sobreviviría a la peste. Tras él vendrían las conquistas de Ávaros y Eslavos, presiones en las fronteras y una seria crisis del imperio. Desde África hasta las poblaciones de la India y el sudeste asiático están registradas las muertes por este primer brote.
De manera curiosa, la peste desaparece en torno al 750. Nadie sabe la razón, pero las personas no volvieron a vivir una epidemia hasta varios siglos después. Aunque esto podría verse como algo bueno, como un paraíso “idílico” en medio de mares de muerte, cuando volviera, la epidemia sería el evento más destructivo en la historia de la humanidad: la Peste Negra (o Muerte Negra).
Pero sobre ella hablaremos en una próxima edición
- Parte 2.
- Parte 3.
- Parte 4.
- Parte 5.
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