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El noble arte del descuartizamiento
En la Gaceta de Amsterdam del 1 de abril de 1757 se narra la ejecución del condenado Robert – FranÇois Damiens, con todo lujo de detalles. Damiens había sido condenado a muerte el 2 de marzo de 1757 por cometer regicidio (intentó asesinar a Luis XV). El lugar de la ejecución, sería la puerta principal de la Iglesia de París, donde sería conducido «en un carro, desnudo, en camisa, sosteniendo un cirio ardiente de un peso de dos libras» y desde allí hasta la plaza de Grève. Allí le colocarían sobre el patíbulo, una plataforma de madera, para comenzar con su lenta muerte. Primero, con unas tenazas calentadas al fuego, le arrancarían los pezones, pellizcarían arrancando trozos de carne en los brazos, muslos y piernas, en las zonas donde más grasa hubiera. Su mano derecha, con la que sujetó el cuchillo usado en el parricidio, la quemarían en un fuego de azufre, y sobre los lugares donde se aplicaron las tenazas, se vertería una mezcla de plomo fundido, aceite hirviendo, pez hirviendo y cera y azufre fundidos. Después, su cuerpo sería desmembrado por cuatro caballos, y sus miembros y el resto del cuerpo consumidos por el fuego, reducidos a cenizas, y estas, arrojadas al viento.
En esto consistía su sentencia de muerte, pero como narraba la Gaceta de Amsterdam, esta operación resultó ser muy larga, porque los caballos que ataron a sus brazos y piernas con el objetivo de desmembrarle, no eran caballos de tiro, no tenían fuerza porque no estaban acostumbrados ni a tirar de un carro, por lo que en lugar de cuatro hicieron falta seis. Como tampoco fue suficiente, no hubo más remedio que cortar los nervios y las junturas de piernas y brazos, para favorecer el trabajo a los caballos.
Los testigos del suplicio, afirmaban que el reo en ningún momento pronunció una blasfemia, solamente los excesivos dolores le hicieron dar horribles gritos, entre los cuales, aseguran que decía: «Dios mío, apiádate de mí; Jesús, socórreme». Los espectadores quedaron encantados por la solicitud y el bien hacer del cura de la parroquia de Saint-Paul, que a pesar de su avanzada edad, no dejó en ningún momento de consolar al ajusticiado.
Pero el usar unos caballos debiluchos no fue la única chapuza que se cometió en esta ejecución. Según palabras de un testigo presencial: «Se prendió el azufre, pero el fuego era tan mediocre que apenas chamuscó la palma de la mano. Uno de los verdugos, arremangado hasta los codos, con las tenazas de acero fabricadas expresamente para la ocasión, aproximadamente de un pie y medio de longitud (un pie equivale a 30,48 centímetros), fue el encargado de atenazar la grasa de la pierna, (pantorrilla) derecha, la del muslo, las partes grasas del brazo derecho así como las tetillas. Este ejecutor, aunque fuerte y robusto, le costaba tanto trabajo arrancar las piezas de carne que agarraba con sus tenazas, que retorcía la la parte pellizcada dos o tres veces, por lo que cada porción arrancada formaba una herida del tamaños de un escudo de seis libras»
«Después del uso de las tenazas, Damiens, que gritaba mucho pero sin soltar un juramento, levantó la cabeza y se miró. El mismo verdugo que usó las tenazas agarró una cuchara de hierro y llenándola en las marmitas con el brebaje hirviendo, fue vertiendo la mezcla con profusión sobre cada herida. Ataron los cordajes que luego atarían a los caballos, a los brazos, piernas y muslos. En ese momento, el escribano, el señor Le Breton, se aproximó para preguntarle si tenía alguna cosa que decir, dice que no. Solo grita y dice con cada tormento «¡Perdón, Dios mío!«. A pesar de todos sus sufrimientos, levanta de vez en cuando la cabeza y y se mira intrépidamente».
Se aproximan los confesores y hablan con él un buen rato. «Él besa de buen grado el crucifijo que le presentan» y vuelve a pedir perdón. Los verdugos comienzan a tirar de los caballos, un hombre por cada caballo, que tiran de cada miembro. Después de un cuarto de hora, no han conseguido más que descoyuntar los miembros. Lo intentan otra vez, pero cambiando el sentido de cada caballo, el atado al brazo derecho lo dirigen hacia la cabeza, los de los muslos hacia los brazos. Nada.
El verdugo Samson y aquel que usó las tenazas, después de tres tentativas más y acabar con un caballo exhausto caído en el suelo, se acercan con un cuchillo y cortan las uniones de los muslos con el tronco. Los caballos vuelven a tirar y consiguen arrancar las piernas, la derecha primero, la izquierda después. Los verdugos hacen lo mismo con los brazos, siendo estos arrancados por los caballos con el siguiente tirón, el derecho primero, después el otro.
Las cuatro partes son retiradas, los confesores se acercan para hablarle, pero el verdugo dice que ha muerto. Aunque la verdad es que puede apreciarse como el hombre se agita, y la mandíbula inferior va y viene, como si hablara. Uno de los verdugos dijo después que al acercarse para recoger el tronco, el hombre aun estaba vivo. Arrojan los cuatro miembros a una hoguera preparada para tal fin, y después el tronco, colocando encima más leña para reducirlo a cenizas. Estuvo ardiendo hasta las diez y media de la noche, y el destacamento puesto allí para vigilar la hoguera, en el cual se encontraba el testigo de esta escena, permaneció allí hasta las once.
Un hecho curioso que resaltan es que un perro, el día siguiente estuvo durmiendo en el lugar donde se ubicó la hoguera, y volvía a dormir allí todos los días. Todos pensaron que el animal encontraba este lugar de la plaza el más cálido de todos.
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Tejido por Angelika.
Fuentes:
Surveiller et punir, Michel Foucault. Ed. Galimard. Paris. 1975.