El Pensante

Planeta mágico: Wadi Al-Hitan, el valle de las ballenas

Animales sorprendentes - octubre 20, 2010

Las Rosettas del valle de las ballenas

Cuando escuchamos las palabras Egipto y excavaciones, la mayoría lo relacionaremos al instante con sarcófagos, momias y faraones. Pero los desiertos egipcios guardan secretos mucho más antiguos que la civilización de las pirámides, secretos evolutivos que quedaron allí enterrados hace más de cuarenta millones de años, cuando las áridas tierras del desierto de Wadi Al-Hitan eran los lechos marinos del mar de Tethys.

Conozcamos lo que esconde el “Valle de las ballenas”

En el norte de Egipto, a unos 200 kilómetros de El Cairo, nos adentramos en un lugar realmente sublime. La planicie desértica está salpicada de montículos, algunos planos en su parte superior, como pequeñas mesetas; otros acabados en punta, en forma de pirámides. Alrededor descansan enormes rocas que la erosión ha esculpido a su antojo.

Hay una que evoca una tortuga gigante que parece retar a duelo a otra en forma de cocodrilo. Unos metros más allá se alza una figura que en sus formas recuerda a una foca, o dos inmensos pedruscos que surgen de la arena y que se asemejan a las cabezas de dos serpientes.

El silencio que rodea la magnífica exposición solo lo rompe el fuerte viento que sopla en esta mañana de primavera. Arrastra con fuerza la arena y crea nubes blanquecinas que revolotean en las cúspides de las dunas. Dentro del museo pero fuera de ruta hay una gigantesca roca alargada de más de 10 metros de longitud plantada en medio de una planicie. De lejos parece un cayuco que surca el mar desértico, y de cerca, un gusano gigante con escamas que tuerce el torso. Tal vez sea una mirada caprichosa, pero es que aquí la sabia naturaleza invita a dar rienda suelta a la imaginación.

Pasear por un desierto que hace 40 millones de años era un inmenso mar habitado por feroces monstruos marinos no es una actividad que se pueda hacer todos los días. En Uadi El-Hitan es fácil sentirse como un buzo de secano que explora las profundidades de la prehistoria ya que este rincón de fina arena y paisaje sobrecogedor conserva fósiles de centenares de especies que habitaron el legendario mar Tethys durante el periodo del Eoceno.

Aunque los primeros restos se descubrieron en 1936, no ha sido hasta hace tres años que la Unesco declaró el valle patrimonio de la humanidad. Desde entonces está prohibido circular en vehículo por este gran museo a cielo abierto. Los 4×4 se aparcan en la entrada del parque, junto a unos bungalós de adobe. Pequeñas piedras oscuras marcan el recorrido que conduce al visitante hasta las piezas expuestas sobre la arena. La mayoría pertenecen a esqueletos de ballenas. Espinazo curvo de una cría de ballena Dorudon, se lee en el letrero que hay junto a un gran fósil. Mandíbula inferior, columna vertebral y vértebras de la ballena Basilosaurus, se informa en otro. Este cetáceo medía cerca de 15 metros de largo, tenía forma de lagarto o dragón, como indica su nombre científico, y estaba dotado de finos y afilados dientes. También hay restos petrificados de tortugas, peces espada y erizos de mar, entre otros animales. Uno de los fósiles más espectaculares es el de un enorme arbusto marino o manglar, formado por una gran variedad de especies vegetales. Una auténtica pieza de museo.

Paleontología  y evolución

Hace treinta y siete millones de años, en las aguas del antiquísimo mar de Tetis, una sinuosa bestia de 15 metros de largo, con mandíbulas enormes y dientes afilados, murió y se hundió en el fondo del mar.

Con el transcurso de los milenios, un manto de sedimentos se acumuló sobre sus huesos. El mar retrocedió, y cuando el antiguo lecho marino se transformó en desierto, el viento comenzó a desgastar la arenisca y la arcilla depositadas sobre los huesos. Poco a poco el mundo cambió. Los movimientos de la corteza terrestre empujaron a la India contra Asia, y se formó el Himalaya. En África, nuestros antepasados remotos adoptaron una postura erguida y empezaron a caminar sobre dos piernas. Los faraones construyeron las pirámides. Roma ascendió y cayó. Y durante todo ese tiempo el viento continuó su paciente excavación. Entonces, un día, llegó Philip Gingerich para terminar el trabajo.

Una tarde del pasado mes de noviembre, Gingerich, paleontólogo de vertebrados de la Universidad de Michigan, se había tumbado cuan largo era junto a la columna vertebral de una bestia llamada Basilosaurus, en un lugar del desierto egipcio conocido como Wadi Al-Hitan.
La arena a su alrededor estaba sembrada de fó­­siles de dientes de tiburón, púas de erizo de mar y huesos de peces gato gigantes. «Paso tanto tiempo rodeado de estas criaturas acuáticas que, al poco de estar aquí, vivo en su mundo –dijo, mientras limpiaba con el pincel una vértebra del tamaño de un tronco–. Cuando miro este desierto, veo el océano.»

Gingerich buscaba una pieza clave de la anatomía del animal, y tenía prisa. Estaba anocheciendo y debía volver al campamento antes de que sus colegas empezaran a preocuparse. Wadi Al-Hitan es un lugar hermoso, pero hostil. Además de huesos de monstruos marinos prehistóricos, Gingerich ha hallado restos de desdichados humanos.
Siguió avanzando por la espina dorsal, en di­­rección a la cola, tentando alrededor de cada vértebra con el mango del pincel. Finalmente se detuvo y dejó el instrumento en el suelo. «Aquí está el tesoro», dijo.

Delicadamente apartó la arena con los dedos y dejó al descubierto un delgado hueso cilíndrico de apenas 20 centímetros de longitud. «No todos los días se ven patas de ballena», añadió, levantando el hueso con ambas manos en actitud de respetuosa reverencia.

Basilosaurus fue en verdad una ballena, pero una ballena a la que le sobresalían dos delicadas patas traseras, del tamaño de las piernas de una niña de tres años, de los flancos. Esas cautivadoras extremidades, perfectamente formadas aunque inútiles (al menos para caminar), son una pista crucial para entender cómo las ballenas actuales, esas supremas máquinas de nadar, descienden de unos mamíferos terrestres que en otra época caminaron a cuatro patas. Gingerich ha dedicado gran parte de su carrera a explicar esa metamorfosis, probablemente la más radical del reino animal, y en el proceso ha demostrado que las ballenas, antaño citadas por los creacionistas como la mejor prueba contra la evolución, pueden ser el testimonio más elegante a su favor.

«Especímenes completos como ese Basilosaurus son la piedra Rosetta», me dijo Gingerich de vuelta al campamento.

En Wadi Al-Hitan  esas piedras Rosetta abundan. En los últimos 27 años, Gingerich y sus colegas han localizado los restos de más de un millar de ballenas, y aún quedan muchas más por descubrir. Cuando llegamos al campamento, nos encontramos con varios miembros del equipo de Gingerich que acababan de regresar de su jornada de trabajo de campo. Mohammed Sameh, guarda principal del área protegida de Wadi Hitan, había estado buscando ballenas un poco más al este e informó de varias pilas nuevas de huesos, pistas frescas para descifrar uno de los grandes enigmas de la historia natural. Los jordanos Iyad Zalmout y Ryan Bebej, estudiantes de posdoctorado y posgrado, respectivamente, habían estado excavando un rostrum de ballena que sobresalía en la pared de un risco. «Creemos que el resto del cuerpo está dentro», aseguró Zalmout.

El antepasado común de las ballenas y del resto de los vertebrados terrestres fue un tetrápodo de cabeza plana y aspecto de salamandra que salió del mar y se instaló en alguna orilla fangosa hace unos 360 millones de años. Poco a poco, sus descendientes mejoraron la función de sus pulmones primitivos, transformaron sus aletas en patas y alteraron las articulaciones de sus mandíbulas para oír en el aire en lugar de hacerlo en el agua. Los mamíferos se convirtieron en uno de los grupos de animales terrestres con más éxito. Hace 60 millones de años ya dominaban la Tierra. Las ballenas figuran entre los pocos mamíferos que dieron una vuelta evolutiva de 180 grados, volviendo a adaptar su cuerpo terrestre para sentir, comer, moverse y aparearse bajo el agua.

El modo en que llevaron a cabo tan enorme transformación ha desconcertado incluso a los más grandes científicos. Consciente de que ese enigma era uno de los grandes retos para la teoría de la evolución por selección natural, Charles Darwin intentó darle una explicación en la primera edición de El origen de las especies, donde señaló que se había observado a osos negros nadando durante horas con la boca abierta por la superficie de un lago, comiendo los insectos que flotaban. «No veo ningún obstáculo para que una raza de osos se haya vuelto, por selección na­­tural, cada vez más acuática en su estructura y en sus hábitos, con una boca cada vez más grande, hasta producir una bestia tan monstruosa como una ballena», fue la conclusión de Darwin. Pero sus críticos se burlaron tanto de esa imagen, que la eliminó de las posteriores ediciones de su obra.

Casi un siglo después, George Gaylord Simpson, destacado paleontólogo del siglo XX, aún no sabía dónde situar a las ballenas en su árbol evolutivo de los mamíferos, que por lo demás resultaba perfectamente ordenado. «Los cetáceos son en su conjunto los más peculiares y aberrantes mamíferos –comentó irritado–. No hay un lugar adecuado para ellos en la scala naturae

Los antievolucionistas argumentaron entonces que si la ciencia no podía explicar la transformación de las ballenas, quizá fuera porque nunca se había producido. ¿Dónde estaban los fósiles que probaban esa transición? «Las diferencias anatómicas entre ballenas y mamíferos terrestres son tan grandes que tuvo que haber innumerables fases intermedias que chapotearan y nadaran por los mares antiguos antes de que apareciera una ballena tal como hoy la conocemos –escribieron los autores de Of Pandas and People, un libro de texto creacionista de bastante éxito, publicado en 1989–. Hasta ahora no se ha hallado ninguna de esas formas transicionales.»

Sin proponérselo, Philip Gingerich ya había recogido el guante a mediados de la década de 1970. Tras doctorarse en Yale, empezó a excavar en la cuenca del Clarks Fork, en Wyoming, para documentar el ascenso meteórico de los mamíferos a principios del eoceno, tras la extinción de los dinosaurios producida diez millones de años antes. En 1975, con la esperanza de reconstruir las rutas seguidas por los mamíferos en sus mi­­graciones de Asia a América del Norte, empezó a estudiar las formaciones del eoceno medio en las provincias paquistaníes del Punjab y de la Frontera del Noroeste (hoy llamada Jaiber Pajtunjua). Se llevó una decepción al descubrir que los sedimentos de 50 millones de años de antigüedad objeto de su estudio no habían estado en tierra firme, sino que fueron el lecho marino del extremo oriental del mar de Thetis.

Cuando en 1977 los miembros de su equipo hallaron unos huesos pélvicos, los atribuyeron en broma a «ballenas caminantes», una idea que entonces parecía ridícula. En esa época los fósiles de ballena más conocidos eran similares a las ballenas modernas, con avanzados mecanismos para oír bajo el agua, una aleta caudal ancha y poderosa, y sin patas traseras «visibles».

Entonces, en 1979, un miembro del equipo de Gingerich encontró en Pakistán un cráneo del tamaño del de un lobo, pero con unas crestas óseas prominentes, y muy poco lobunas, en la parte superior y en los costados del mismo, donde se insertaban los robustos músculos de las mandíbulas y del cuello. Lo más extraño era la caja craneal, no más grande que una nuez. Ese mismo mes Gingerich encontró varios ejemplares de ballenas arcaicas en museos de Lucknow y Kolkata (Calcuta), en la India. «Fue entonces cuando la caja craneal diminuta empezó a cuadrar, porque las ballenas primitivas tenían el cráneo grande y el cerebro relativamente pequeño –recuerda el paleontólogo–. Empecé a pensar que esa criatura de cerebro minúsculo podía ser una ballena muy primitiva.»

Cuando en su laboratorio de Michigan separó el cráneo de la matriz de roca dura que lo envolvía, Gingerich halló en la base una pepita de hueso denso del tamaño de una uva, llamada ampolla auditiva, con una sinuosa cresta ósea denominada apófisis sigmoidea: dos rasgos anatómicos característicos de las ballenas, que les permiten oír bajo el agua. Sin embargo, el cráneo no presentaba otras adaptaciones que las ballenas actuales emplean para localizar la procedencia de los sonidos bajo las olas. La conclusión fue que el animal probablemente era semiacuático: pasaba gran parte del tiempo en aguas someras pero volvía a tierra para descansar y reproducirse.

El descubrimiento de esa ballena primitiva, a la que Gingerich llamó Pakicetus, hizo que el paleontólogo viera a los cetáceos con otros ojos. «Empezó a interesarme cada vez más la enorme transición ambiental realizada por las ballenas –recuerda–. Desde entonces, he dedicado todo mi tiempo a la búsqueda de las muchas formas transicionales de ese salto gigantesco de tierra firme al mar. Quiero encontrarlas todas.»

En la década de 1980, Gingerich centró su atención en Wadi Hitan. Con su esposa, la pa­­leontóloga B. Holly Smith, y su colega de Michigan William Sanders, comenzó a buscar ballenas en formaciones unos diez millones de años más recientes que los estratos donde había encontrado a Pakicetus. El trío sacó a la luz esqueletos parciales de ballenas totalmente acuáticas, como Basilosaurus y la más pequeña Dorudon, de cinco metros. Estas especies tenían una ampolla auditiva grande y densa, así como otras adaptaciones para la audición bajo el agua; cuerpos alargados e hidrodinámicos, con una columna vertebral larga, y una cola musculosa que los impulsaba por el agua con poderosos movimientos verticales. Sus esqueletos aparecían por toda la zona. «Tras un breve período en Wadi Hitan crees ver ballenas por todas partes –dice Smith–. Cuando pasa algo más de tiempo, te das cuenta de que verdaderamente las estás viendo. Pronto comprendimos que no íbamos a poder sacarlas todas, así que empezamos a cartografiarlas y a excavar sólo las más prometedoras.»

Dorudon

Basilosaurus

Pero el equipo tuvo que esperar hasta 1989 para hallar el nexo de unión con los antepasados terrestres de las ballenas. Casi al final de la expedición, Gingerich estaba trabajando en un es­­queleto de Basilosaurus cuando descubrió la primera rodilla conocida de ballena, en una pata situada en una parte de la columna vertebral mu­­cho más abajo de lo que había supuesto. Ahora que los investigadores sabían dónde buscar las patas en la anatomía de estos animales, volvieron a varios de los lugares donde habían localizado ballenas y no tardaron en descubrir un fémur, una tibia, un peroné y un conglomerado óseo que formaba el pie y el tobillo de una ballena. El último día de la expedición, Smith encontró un juego completo de dedos finos de 2,5 centímetros de largo. «Saber que aquellos animales enormes, totalmente acuáticos, conservaban patas funcionales, con dedos, y comprender lo que eso significaba para la evolución de las ballenas fue abrumador», recuerda la paleontóloga.
Aunque no podían soportar el peso de Basilosaurus en tierra, aquellas patas no eran elementos simplemente vestigiales. Tenían inserciones para unos músculos robustos, así como una articulación funcional del tobillo y complejos mecanismos para bloquear la rodilla. Gingerich cree que quizá pudieron servir como estimuladores o guías durante la cópula.
Hiciera lo que hiciese Basilosaurus con esas patas, dar con ellas fue la confirmación de que los antepasados de las ballenas caminaron, trotaron y galoparon por tierra firme.

Pero su identidad continuaba siendo un enigma. Algunos rasgos esqueléticos de las ballenas arcaicas, en particular sus grandes molares triangulares, hacían pensar en los mesoníquidos, un grupo de ungulados carnívoros del eoceno. En la década de 1950 los inmunólogos habían observado ciertas características en la sangre de las ballenas que sugerían un parentesco con los artiodáctilos, orden al que pertenecen los cerdos, los ciervos, los camellos y otros ungulados con un número par de dedos en las patas. En los años noventa los biólogos moleculares que estudiaron el código genético de los cetáceos llegaron a la conclusión de que el pariente vivo más cercano de la ballena era un ungulado concreto: el hipopótamo.

Gingerich y otros paleontólogos confiaban más en las pruebas materiales aportadas por los huesos que en las comparaciones moleculares entre animales vivos. Creían que las ballenas descendían de los mesoníquidos. Pero para probar su teoría, Gingerich necesitaba encontrar un hueso en particular. El astrágalo, uno de los huesos del tobillo, es el elemento más distintivo del esqueleto artiodáctilo, por su inusual aspecto de doble polea, con acanaladuras claramente definidas en las superficies superior e inferior, como los surcos por donde pasa la cuerda de una polea. Esa configuración proporciona a los artiodáctilos mayor flexibilidad e impulso en el salto que la forma de polea simple observada en los otros cuadrúpedos. (Las ballenas vivas no le servían, porque no tienen astrágalos.)

En Pakistán, en el año 2000, Gingerich vio finalmente el primer tobillo de ballena. Su estudiante de posgrado Iyad Zalmout encontró un fragmento de hueso acanalado entre los restos de una especie nueva de ballena de 47 millones de años de antigüedad, a la que posteriormente se denominó Artiocetus. Unos minutos después, el geólogo paquistaní Munir ul-Haq localizó un hueso similar en el mismo lugar. Al principio Gingerich pensó que los dos huesos eran astrágalos de acanaladura simple procedentes de las patas izquierda y derecha del animal, lo que habría probado que estaba en lo cierto respecto al origen de las ballenas. Pero cuando los juntó, se dio cuenta de que eran ligeramente asimétricos. Mientras reflexionaba al respecto, manipulando los huesos como haría un aficionado a los rompecabezas con dos piezas problemáticas, ambos fragmentos encajaron de pronto a la perfección, formando un astrágalo de doble acanaladura. Después de todo, los científicos de laboratorio tenían razón.

Esa tarde de regreso al campamento, Gingerich y su equipo pasaron junto a unos niños que jugaban con astrágalos de cabra. (En diversas culturas, las tabas de artiodáctilos domésticos se utilizan en juegos y prácticas adivinatorias.) Zalmout les pidió uno y se lo dio a Gingerich, y el profesor se pasó horas observando el tobillo de ballena y el de cabra, advirtiendo las inequívocas similitudes. «Fue un hallazgo importante, pero trastocó mis ideas –dice Gingerich con una sonrisa irónica–. Aun así, pudimos saber de dónde venían las ballenas y comprobar que la teoría del hipopótamo no era ciencia ficción.»

Desde entonces, Gingerich y otros colegas han reconstruido la historia de las ballenas primitivas, diente a diente, dedo a dedo. Gingerich cree que los primeros cetáceos probablemente se pa­­recían a los antracoterios, ramoneadores semejantes a un hipopótamo delgado que vivieron en ambientes pantanosos durante el eoceno. (Según otra teoría, las ballenas descenderían de un animal parecido a Indohyus, un artiodáctilo prehistórico parecido a un ciervo pero del tamaño de un mapache, que era parcialmente acuático.) Al margen de su forma y su tamaño, las primeras ballenas aparecieron hace unos 55 millones de años, como los demás órdenes de mamíferos modernos, durante el período caluroso de principios del eoceno. Vivieron en la costa oriental del mar de Tetis, cuyas aguas cálidas, saladas, ricas en vida marina y sin dinosaurios (extinguidos diez millones de años antes) ejercieron sobre ellas una fuerte influencia evolutiva. Buscando nuevas fuentes de alimento en aguas cada vez más profundas, aquellas habitantes de la costa desarrollaron hocicos cada vez más alargados y dientes más afilados, rasgos ambos más adecuados para atrapar peces. Hace unos 50 millones de años alcanzaron la fase representada por Pakicetus: buenas nadadoras de cuatro patas que todavía podían desplazarse en tierra firme.

Al adaptarse al agua, las primeras ballenas alcanzaron un medio inaccesible para la mayoría de los mamíferos, con refugios y comida en abundancia, y pocos competidores y depredadores: las condiciones perfectas para una explosión evolutiva. Se produjo entonces un estallido de experimentos idiosincrásicos, la mayoría de los cuales acabó en extinción mucho antes de los tiempos modernos. Aparecieron, por ejemplo, el enorme Ambulocetus, un cazador al acecho de 700 kilos de peso, con patas cortas y enormes fauces alargadas, como un peludo cocodrilo ma­­rino; o Dalanistes, de cuello largo y cabeza de garza, o también Makaracetus, con una trompa corta que tal vez usó para comer moluscos.

Hace unos 45 millones de años, a medida que las ventajas del medio acuático empujaban a las ballenas cada vez más lejos de la orilla, sus cuellos se comprimieron y perdieron flexibilidad para abrirse paso con más eficiencia por el agua, mientras el hocico se alargaba y afilaba como la proa de un barco. Las patas traseras se engrosaron para una mejor propulsión, y los pies se vol­vieron palmeados y con dedos alargados, lo que les confirió el aspecto de enormes pies de pato con diminutas pezuñas en las puntas, herencia de los antepasados ungulados. Las técnicas de natación mejoraron: algunas ballenas adquirieron colas gruesas y musculosas, que las impulsaban hacia delante con vigorosas ondulaciones verticales de la parte inferior del cuerpo. Ese eficiente estilo de locomoción ejerció una presión evolutiva a favor de una columna vertebral más larga y flexible. Las fosas nasales se desplazaron desde el hocico hasta la parte superior de la cabeza, y allí se convirtieron en espiráculos. Con el tiempo, a medida que los animales se sumergían a profundidades cada vez mayores, los ojos comenzaron a migrar desde la parte superior hacia los lados de la cabeza, con el fin de obtener una mejor visión lateral bajo el agua. Además, las ballenas se tornaron más sensibles al sonido subacuático, gracias a unas almohadillas de grasa dispuestas en forma de canales a lo largo de las mandíbulas, que recogen las vibraciones y las dirigen hacia el oído medio.

Pakicetus

Aunque muy bien adaptadas a la vida acuática, aquellas ballenas de hace 45 millones de años aún tenían que subir a la orilla sobre sus patas palmeadas para beber agua dulce o para buscar una pareja o un lugar seguro donde dar a luz a sus crías. Pero unos millones de años después las ballenas ya habían dado el paso definitivo. Basilosaurus, Dorudon y sus parientes ya nunca subían a tierra, surcaban confiadamente los mares e incluso cruzaban el Atlántico hasta las costas de lo que hoy es Perú o el sur de Estados Unidos. Su cuerpo se adaptó al estilo de vida exclusivamente acuático, con extremidades de­­lanteras cortas y rígidas que hacían las veces de aletas, y una cola ensanchada en los extremos como estructura propulsora. La pelvis se separó de la columna, lo que confirió a la cola mayor margen de movimiento vertical. Aun así, como reliquias de una olvidada vida terrestre, las patas traseras se conservaron, con sus rodillas, tobillos, pies y dedos diminutos, que ya no servían para caminar pero quizá tuvieran una función sexual

La transición final de los basilosáuridos a las ballenas modernas comenzó hace 34 millones de años, durante el repentino enfriamiento climático que puso fin al eoceno. El descenso de la temperatura del agua cerca de los polos, los cambios en las corrientes oceánicas y el afloramiento de agua marina rica en nutrientes a lo largo de las costas occidentales de África y Europa abrieron nichos ambientales completamente nuevos para las ballenas e impulsaron el resto de las adaptaciones presentes en los cetáceos actuales: cerebros grandes, ecolocalización, grasa aislante y, en algunas especies, barbas en lugar de dientes para filtrar el krill

Protocetus

Gracias en gran parte a Philip Gingerich, el registro fósil de las ballenas es hoy una de las pruebas más concluyentes de la evolución dar­winiana, más que su refutación. Irónicamente, Gingerich se crió en un ambiente de estrictos cristianos menonitas, en una comunidad amish al este de Iowa. (Su abuelo era granjero y, además, predicador.) Sin embargo, nunca sintió que la fe chocara con la ciencia. «Mi abuelo jamás mencionó la palabra evolución. La gente de mi comunidad tenía mucha humildad y sólo opinaba sobre las cosas que conocía bien.»

Gingerich todavía se sorprende de que algunas personas vean un conflicto entre la religión y la ciencia. Durante mi última noche en Wadi Hitan, nos alejamos un poco del campamento bajo un firmamento cuajado de estrellas. «Supongo que nunca he sido particularmente devoto –me dijo–, pero considero mi trabajo muy espiritual. Sólo imaginar a las ballenas que nadaron por aquí, y pensar en cómo vivieron y murieron, y en lo mucho que ha cambiado el mundo desde entonces, te pone en contacto con algo mucho más grande que tú, tu comunidad o tu vida diaria.» Extendió los brazos para abarcar el horizonte oscuro y el desierto con sus formaciones de arenisca esculpidas por el viento y sus innumerables ballenas silenciosas. «Aquí hay espacio para toda la religión que quieras.»

Por Tom Mueller (National Geographic)

Fuentes:

  1. https://www-personal.umich.edu/~gingeric/PDGwhales/Whales.htm
  2. https://www.elperiodico.com/es/