Sinopsis de La Escritura de Dios
Con el título La Escritura de Dios, este texto narrativo constituye un cuento nacido de la pluma del célebre autor argentino Jorge Luis Borges, el cual además forma parte del libro El Aleph, publicado por primera vez en el año 1949, gracias al trabajo de la cada editorial Emecé.
En sus líneas, Borges expone muchos de sus símbolos y temas recurrentes, como los laberintos, las cajas chinas, los sueños dentro de sueños, la eternidad, los círculos y la naturaleza misma de Dios. Para esto usa como argumento el presidio de Tzinacán, antiguo sacerdote de la pirámide de Qaholom, quien preso por los conquistadores españoles emprende el ejercicio espiritual y laberíntico de tratar de abrazar a Dios a través del lenguaje, descubriendo entonces la palabra sagrada, pronunciada por este ser el mismo día de la Creación.
Resumen de La escritura de Dios
En Este cuento, su narrador en primera persona comienza describiendo la celda donde, por parte de los conquistadores europeos, ha sido confinado eternamente. Su nombre es Tzinacán, y es un antiguo mago y sacerdote de la pirámide de Qaholom, habiendo incluso siendo quemada esta. Dando continuidad a su descripción, este sacerdote comienza a dar cuenta de cómo al otro lado del muro que hay en su celda habita un jaguar. Así mismo se dibuja cómo cada cierto tiempo, el carcelero abre una compuerta desde lo alto, para hacer descender el agua y la carne con la que alimenta al hombre y al jaguar, separados solo por una pared.
Igualmente, este personaje refiere la gran cantidad de años que lleva encerrado en ese claustro, al punto de recordar que cuando fue encerrado era joven, y ahora su cuerpo no puede ni levantarse. En el mismo sentido referirá las circunstancias de su captura, el cómo lo torturaron y encerraron. Decidido a no dejar que su mente se desvaneciera, comenzó por recordar vívidamente, cada uno de los conocimientos y cosas que sabía en la vida. De esta forma, dice el personaje, podía volver a poseer aquello que tenía.
En ese ejercicio mental, Tzinacán pudo recordar una tradición en la que se afirmaba que Dios, previendo las desventuras de los últimos días, escribió el día de la Creación una sentencia que permitiría conjugar todos los males que pudiesen suceder. Para que los hombres del futuro pudiesen conocerla la anotó en un sitio, el cual sin embargo nadie sabía con seguridad en qué soporte Dios había decidido anotar su escritura.
Pensando que esa tarea solo podría ser realizada por un elegido, y sopesando que él asumía que esos eran los últimos días del mundo, y que además él era el último sacerdote de Dios, se dio a la tarea entonces de tratar de descifrar la antigua escritura divina. Su reflexión entonces lo llevó a pensar en cada uno de los elementos que había en el universo, pensando en cuál sería aquel en el que Dios habría decidido colocar su mágica sentencia.
De improviso, este sacerdote logra recordar que uno de los atributos de su Dios era el jaguar, por lo que decide tomar a su compañero de presidio, al que solamente lo separa una pared, como un designio divino. De esta forma, este antiguo sacerdote indígena comienza a pensar cómo Dios, decidido a hacer llegar su sentencia escogió a los jaguares para dibujar en ellos las manchas moteadas, que les permitirían reproducirse por siglos, para ir traspasando de piel en piel su mensaje divino.
Como casi no podía ver a su compañero por la oscuridad del claustro, el sacerdote dedicó años, a los pocos segundos de luz que le permitía ver las manchas de este animal, a fin de aprendérselas de memoria. Atrapado por el profundo enigma del lenguaje divino, en algún momento el cansancio descendió sobre él, fatigándolo.
En una oportunidad, un sueño comenzó atormentándolo, haciéndolo ver primero un grano de arena en el suelo de la cárcel, cada vez que el sacerdote despertaba y volvía a dormir, los granos de arena se multiplicaban, hasta que llegaron a ser muchos y comenzaron a ahogarlo. El hombre quiso despertar, y una voz le dijo que no podía, que había quedado atrapado en un sueño dentro de un sueño. Convenciéndose de que eso no era posible y ni siquiera real, el sacerdote volvió del sueño a la fría roca de su prisión, y se sintió tan afortunado de estar ahí y así, vivo, al punto que bendijo todo lo que estaba a su alrededor.
El hombre entonces pudo abrazar la eternidad y concepto mismo de Dios. Comprendió el tiempo circular y los designios del universo. Y así llegó a entender la escritura de dios. Eran un total de catorce vocablos, que parecían casuales, más no lo eran, y cuya pronunciación podían revertir cualquier mal. Con ellas podría recomponer su vida. Sin embargo, la comprensión de la eternidad, del mundo, de Dios y su escritura, hacía que el sacerdote no tuviese interés por ese hombre que yacía preso en una celda oscura, por él ya estaba por sobre esa circunstancia, porque él había abarcado sentimientos mucho más profundos en su mente.
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