Una zona muy pobre
En la región norte de Colombia está La Guajira. Un departamento de tierras áridas donde es muy difícil que nazca alguna semilla, a duras penas el cultivo de la yuca o mandioca es hecho por los pobladores de la región, aunque es muy fácil perder los sembradíos.
La Guajira es una zona conocida internacionalmente por su miseria, por las muertes de inanición y la falta de agua. En verano es tan difícil que salga agua de los pasadizos que reverberan de la tierra, así que muchos niños pierden la vida.
¿Es posible imaginarse por un momento lo que es no tener un vaso de agua?, en la ciudad es muy complicado saberlo, quizá las personas que han viajado por largas caminatas entiendan un poco lo que es la falta de agua, uno se debilita, la lengua se comienza a partir en pedazos y hace movimientos extraños como si ella tuviera vida propia.
Debemos agregar que en La Guajira viven comunidades wayuu, unas tribus indígenas reconocidas por sus telas y sus otras artesanías, dicha cultura es muy rica en muchos sentidos por muchos colombianos, tanto que se han vuelto una imagen viva de los antiguos indígenas que no lograron exterminar en la Colonia y escaparon por poco.
Una llegada inesperada
Y entre tantos de los pueblos que hay allá, La Junta es uno de ellos. Alejado del resto del país, los pobladores de este pueblo vivieron una escena muy curiosa en 1996. En esta época la guerrilla de las FARC se había tomado el pueblo y había ordenado que nadie le avisara al ejército nacional de la toma, el riesgo era sufrir un juicio revolucionario.
Así que alejados del resto del país, estos pobladores comían muy poco y mal. Nadie se ocupaba de ellos, las pocas tiendas que había tenían que ver con servicios de salud pública y también había un montallantas perteneciente a Don Luis Alfredo Sierra, probablemente el hombre más rico de la región. Las ventas de comida se hacían los sábados que bajaban al pueblo pocos campesinos a vender sus pobres cosechas.
De repente, en esos días, un camión gigantesco con más de veinte toneladas de plátano llegó al pueblo. El señor que lo conducía parecía ser del centro del país, de la capital bogotana. Se le veía preocupado y en el montallantas anunció que tenía las llantas pinchadas y preguntó si podía dejar el carro ahí mientras iba a otra ciudad para cambiar los repuestos.
El camión lo dejaron abandonado en la mitad de la calle principal del pueblo que no tenía más de mil habitantes y Luis Alfredo en esos días se fue de vacaciones con su familia. Evidentemente el camión quedó netamente abandonado.
La curiosidad mató al gato
Llegaron de todas las calles aledañas decenas de personas para observar el curioso carro tan gigante que en sus vidas habían visto. Luego de que evidenciaran los plátanos, empezó el festín: comenzaron a tomar plátanos y los distribuían entre ellos. Los hombres se encaramaban encima del camión y mandaban a sus esposas por los tanques donde se mete el agua, luego llenaban esos grandes recipientes con plátanos.
Todo el mundo estaba feliz, nadie se quedó sin un plátano. Era tanta la dicha que los muchachos ayudaban a retribuir este maná entre los más ancianos. De casa en casa salían las personas con el afán de tomar todo lo posible. Como el pueblo no tenía policía, no tenían ningún pendiente de que les dijeran algo.
Toda la noche del tradicional día de la madre el pueblo se la pasó descargando el plátano, incluso doña Toya Sierra recibió un platanazo en la cara, pero fue atendida por su padre don Leandro que era especialista en veterinaria. Otra señora también sufrió una fractura porque su esposo no le quería ayudar. Era todo un carnaval.
“No quedó nada”
Hasta los plátanos podridos fueron utilizados para darle de comer a los marranos y a las gallinas, fuera de eso, el camión quedó desocupado y nadie supo que acá hubo un cargamento de plátanos. Al otro día bien temprano llegó la policía y observó el camión, lo primero que pensaron fue que había sido la guerrilla la que lo abandonó. Así que se lo llevaron sin saber que había pasado.
Cuando llegaron los dueños del camión no encontraron nada. Ellos seguramente trabajaban para macroempresas que distribuyen su comida en sus grandes almacenes, así que no se preocuparon, dejaron la denuncia y se devolvieron. Luego de esto sólo se escuchó por la radio una emisión que decía que se había perdido un cargamento de veinte toneladas de plátano pero que nadie sabía nada.
El dichoso fin
Para el pueblo fue una bendición. Desde platos tradicionales como era comer plátano asado, los pobladores tuvieron el tiempo de desarrollar muchos tipos de preparaciones: se lo comían con el arroz, con la gallina, con la yuca, frito, cocinado, salteado, en puré, etc.
También vendieron centenares de los plátanos en municipios aledaños a precios baratos, beneficiando la región por un simple descuido de un camionero. Para el pueblo fue un cambio abrupto que podría ser una casualidad dulce entre tanta desgracia.
Además como nos cuenta McCausland Sojo en su crónica “El día en que llovieron plátanos”, muchas personas cambiaron su apellido por plátano. Se bautizaron personas como Carlos Plátano, María Plátano, etc.
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