La mayoría de las mujeres tiran este material a la basura. Yo freí la mía con un poco de soja, ajo y jengibre. Antes de quedar embarazada, la idea de comer mi placenta nunca se me pasó por la cabeza. Mi tía hippie la enterró bajo un árbol. Eso sonaba genial. Pero un mes antes de que mi hijo naciera, mi doula (una asistente de partos que contraté para que me entrenara durante mi labor de parto) preguntó: “¿Sabes qué quieres hacer con tu placenta?… Tengo una receta magnífica.”
¿Algo natural?
Mi esposo, que ha estado dudando en contratar algo así como un doctor de la “nueva era”, me lanzó una mirada a través de la mesa de nuestra cocina. Sabía lo que estaba pensando, “Por supuesto que la doula tiene una grandiosa receta.” Pero después de una inmersión de un año en los campos de la medicina moderna, estaba lista para absorber todo el conocimiento “natural” que pudiese. El mundo de la ciencia ya no podía brindar las respuestas que me había prometido, así que estaba abierta hacia nuevas perspectivas. El tratar de concebir ha sido un proceso deliberadamente ansioso, involucrando termómetros de ovulación, inyecciones, cirugía y un horario marcado con los tubos de pruebas; la fertilización in vitro desaparecía en el horizonte. Nuestro doctor nos dijo que teníamos un porcentaje de .0001 de éxito de que salga embarazada por cuenta mía y de mi esposo, así que casi – casi – dejamos de tratar.
Cuando las dos barras azules se mostraban en el papel de la prueba de embarazo, rompí en lágrimas, una mixtura de dulce alivio y angustia de que podía ser un falso positivo. Seis pruebas después, tuve suficientes pruebas para convencerme a mí misma que yo realmente estaba, naturalmente embarazada y que además podíamos cancelar mis reuniones con el tubo de pruebas.
“Realmente no lo puedo explicar.” nos decía nuestra doctora de fertilidad cuando veía mis exámenes de sangre. Durante semanas, estuve inundada con una humilde satisfacción. Habíamos trabajado duro (sexo planeado y ansioso sí que se siente como trabajo) pero nuestros deseos eran más intensos. Sabía, sin embargo, que había más que agradecer que por nuestra propia perseverancia. No somos personas religiosas, pero si sentimos como si nos hubiéramos colado a alguna clase de hoyo cósmico infinito y que no podíamos tomar todo el crédito por el misterio que envolvía mi vientre. La placenta era para mí algo completamente desconocido, quería saber más acerca de esta materia.
Mientras mi cuerpo calmada y tranquilamente creaba un nuevo humano, sentí como si estuviera en el asiento trasero de un auto mientras un misterioso conductor piloteaba mis órganos. Fui poseída por nuevos apetitos, llenada de nuevos fluidos y sin ninguna instrucción consiente, mi cuerpo diseño un milagroso recipiente para mi bebé, nutriéndolo, protegiéndolo de toxinas, conduciendo sus desechos y acomodando su cuerpo para los nueve meses en los que iba a vivir dentro de mí.
En el oeste, la mayoría de placentas son tiradas a la basura. Pero la placenta es considerada sagrada en algunas culturas. Y virtualmente todos los mamíferos, incluyendo a los herbívoros, comen su placenta en el post parto. Placentofagia, como es llamada, puede ser inspirador para una madre primeriza en la necesidad de nutrientes extra o su deseo de borrar el rastro del nacimiento para evitar el rastro y no ser cazados por depredadores; esta también la teoría que la placenta contiene una molécula supresora de dolor. La mayoría de las mujeres sienten repulsión nada más por la simple idea de comer su propia carne, particularmente una excreción de la vagina. Pero el disgusto de una persona, el gusto de otra. Es un hecho que el cerebro frito de mono, cucarachas fritas o escroto de perro son delicatesen en otras partes del mundo. Como saben los antropólogos, “puaj” está culturalmente construido.
Esther, nuestra comadrona, me habló sobre las propiedades vigorizantes y reconstituyentes de la placenta y que su consumo en una práctica milenaria, especialmente benéfica para evitar la depresión del post parto. Me mencionó también de un creciente movimiento en la medicina natural que encapsulan placentas deshidratadas para volverlas píldoras, imputándole beneficios mentales y físicos a las madres. “Pero comértela es más divertido,” me dijo con un guiño. Esther sabía que yo era vegetariana y que no había siquiera probado algo de carne en más de 20 años. Esta era una rara oportunidad de disfrutar de la carne. Y no cualquier carne: mi carne.
Estaba temerosa en pensar lo que mi madre, mi hermana y mis dos doctores pensarían si les dijera que estaba considerando en comer el tan llamado “desecho medico”. Intuitivamente, la idea de tirar mi placenta a la basura era un destino nada ceremonioso para el tan sofisticado nido que había protegido a mi bebé antes de que lo conociera. La palabra “placenta” viene de la palabra en latín: “pastel” – en Alemán, la palabra es Mutter Kuchen, que significa “pastel de madre”—desde ese momento, empecé a darme cuenta de que consumir este recipiente arquitectónico podría ser un tributo simbólico. Había pasado nueve meses alimentando a mi bebé a través de este extraordinario filtro y ahora podría alimentarme, completando de alguna manera este ciclo de nutrición.
Una semana después del nacimiento de mi hijo, Esther visitó nuestro hogar. Sostenía a mi bebé mientras que ella sacaba un plato de Pyrex de la refrigeradora y ponía el contenido sobre la tabla de picar. La masa carmesí se movía cuál pez. “Este es el lado que daba hacia tu interior,” me dijo, levantando gentilmente la carne para enseñarme una suerte de colmena con pequeñas membranas blancas. “Y este es el lado que daba hacia el interior, donde estaba el bebé.” Mostrándome la misma membrana y volteando el saco de adentro hacia afuera. Se veía grueso y jugoso, más o menos del tamaño de un plato de comida. Esther usó un cuchillo pequeño para separar las membranas fibrosas externas del denso interior. Era sorprendentemente poroso, como una esponja siendo estrujada fuertemente, llena de pequeños pasajes. Mientras miraba a estos pequeños canales, pensé acerca de mis antojos como por ejemplo los frijoles negros con salsa, toronjas y chocolate y me imaginé pequeños cómo los nutrientes eran llevados a través de estos canales hacía mi bebé, preguntándome también si había disfrutado particularmente de los chocolates o si envidiaba las toronjas. Parecía increíble que mi bebé pudiera producir carne – – y era carne – – incluso cuando fue alimentado y sostenido con vegetales, granos y legumbres, increíble de la misma manera en la que un infante puede ser alimentado sólo con leche materna.
Esther marinó la placenta en soja, sésamo y ajos con salsa de jengibre. Después, nos dejó hacer el resto. Siguiendo la receta, freímos las lonjas con hongos por cinco minutos en cada lado, volteando cuando la carne se tornaba marrón. Mi cocina se llenó con el pesado, primordial aroma de carne, la primera en los cinco años que hemos vivido aquí. Debatimos sobre la bebida apropiada. (¿Leche materna?) Finalmente escogimos un vino Shiraz, siguiendo una lógica lírica de que sólo un vino de cuerpo completo podría empatar el fruto de mi cuerpo. Finalmente, pusimos las lonjas de la placenta con arroz y vegetales. Mi esposo y yo utilizamos nuestro cuchillo de cocina. La carne era porosa y densa, con una textura esponjosa, como de roca volcánica, compuesta de una red compacta de células permeadas por cientos de pequeños orificios. “Sabe bastante como el hígado ”, observó mi esposo. El es un consumidor de carne entusiasta, pero me di cuenta de que procedía con cuidado. Aparentemente, tengo un sabor definido.
La carne se sentía pesada en mi boca, parte esponja, parte ladrillo. Comí despacio y deliberadamente, tomando profundas respiraciones entre bocados.
“Esto es, uhm, desafiante.” dije, tomando mi vino.
“Sabes bieeen, cariño.” Dijo mi esposo, tomando algo de velocidad.
“¿Sí?” Traté de encontrarle sentido al sabor. ¿Degustaba diferente de un ser carnívoro la carne? ¿Necesitaba comer la carne de animales para poder disfrutar de mi propia carne? ¿Mis futuras placentas sabrán diferentes de está? ¿Había algo de sabor de chocolate?
Corté un pedazo grande para que pueda terminar más rápido.
“Tres pedazos! Sólo seis más!” Celebré, poniendo mi voluntad hacía ello.
“Déjalo si quieres, yo me lo termino!” me dijo mi esposo ofreciéndose, devorando su porción. Pero estaba comprometida, comerlo para amarlo. Como una persona vegetariana, esto era lo más cercano que iba a estar del “carnivorismo”, dejen en paz del canibalismo. Tal vez el hecho de que mi placenta tuviera un sabor definido probaba que mi cuerpo tenía mejores cosas que hacer como – crecer una vida – en vez de estar disfrutando de mis entrañas. Era un órgano multifuncional; demasiado inteligente para saber a pasta, demasiado misterioso para saber a fruta.
Pinché un pedazo de cebolla y otro de pimiento en mi tenedor, saboreando mejor mi carne. “Es bastante orgánica y de un rango libre” dijo mi esposo, como una clase de vendedor. Se me ocurrió de que esta carne mía era ciertamente sostenible, un recurso renovable creado sin tener que matar. De alguna manera, nuestro experimento culinario fue el más grande acto de consumo: comer vida sin tener que matarla.
“¿Comerías la placenta de otra mujer?” le pregunté a mi esposo.
Pausó un momento y levantó su tenedor. “Depende.”
“¿Depende de qué?”
“De cuán atractiva es.”
Tomé eso como un cumplido.
Por Holly Kretschmar. Vía www.salon.com
Holly Kretschmar es una escritora, madre y consultora en temas de innovación viviendo actualmente en Los Angeles, EEUU. Va a dar a luz nuevamente una placenta (y un niño) en Septiembre.
Tema aportado por Joseph
Traducción realizada por Joel