La esclavitud es la acción por la cual se coacciona la libertad ajena, sometiendo al individuo a hacer lo que el esclavizador desea y, toda vez que se suprime el libre arbitrio ajeno, se constituye en una vulneración de los derechos humanos.
Seguimos siendo esclavos… del sistema económico, de las religiones, de nosotros mismos…
En la actualidad la esclavitud se encuentra abolida. Sin embargo se presume que en sitios remotos, en algunos países la misma se lleva a cabo en forma clandestina. Esto significa que en pleno siglo XXI todavía hay personas que someten a otras a su voluntad, obligándolas a realizar trabajos que ellas no desean y, lo que es más, sin remuneración alguna. Cuando la persona no obedece es sometida a castigos severos. En muchas ocasiones los trabajos son forzados, extenuantes y hasta denigrantes.
Sin embargo, esto sería una modalidad de esclavitud a la que podríamos llamar esclavitud física. En ella el esclavo no recibe remuneración alguna, pero se presume que el esclavizador le proporciona alimentación y vestido a la persona esclava, para que pueda seguir con vida a su servicio. Pero si lo vemos desde el punto de vista de la organización del sistema económico ¿no seguimos siendo esclavos? En esta ocasión se ilusiona al individuo con la falsa idea de que es libre. Sin embargo, ese individuo debe seguir trabajando para poder subsistir y, en muchas ocasiones, el salario es tan absolutamente bajo que apenas si alcanza para comer.
El sistema económico parecería ser, desde este punto de vista, una forma de esclavitud disimulada, disfrazada. En ella, el individuo sigue trabajando para determinada persona, o grupo de personas, para la élite, para el sistema mismo; sólo que en esta ocasión el esclavizante no le da comida, techo ni abrigo, sino que lo canjea por dinero. Lo que sigue es que el trabajador canjea ese dinero por lo mismo, por techo, comida y abrigo. Pero ¿a quién le adquiere todo esto? Sí, a las mismas personas que manejan el sistema, a los mismos dueños del mundo.
Los mismos países son esclavos de otros, del imperio, del monopolio, y los sistemas bancarios son utilizados muy diestramente para cohesionar la voluntad ajena. Y a eso deberíamos reducir el concepto de esclavitud; pues no solamente puede tratarse de cadenas y grilletes físicos, sino el mismo hecho de cohesionar la voluntad.
Cuando una persona cohesiona el pensamiento, la emoción, la voluntad, el físico, etc., de otra persona, está ejerciendo una forma de esclavitud. La misma religión, desde este punto de vista, es una forma de esclavitud; una esclavitud mental y volitiva en la que se impone una creencia para que la persona pueda acceder a determinada comunidad, o para que sea digna de alcanzar unos dones espirituales que a nadie le consta.
La creencia es el principio de la esclavitud. Mediante esa creencia las religiones le hacen pensar al individuo que es bueno que las personas sean pobres (supuestamente son las que van a entrar al cielo), mientras que los pontífices de esas religiones se dan la gran vida a espaldas de los feligreses. No hay duda que les interesa su bolsillo, su diezmo, pero no su alma.
Pero todavía hay más. Nosotros mismos somos esclavos de nosotros mismos con nuestros vicios, con nuestras iras, con nuestras borracheras, etc. En muchas ocasiones un borracho desearía cambiar, pero algo incontrolable dentro de sí lo impele a embriagarse. No es dueño de sí mismo. Es esclavo de sí mismo. Y lo mismo sucede con el que consume drogas, con el jugador compulsivo o con la persona a la que le dicen fea y siente una enorme ira. En esos instantes esa persona no es dueña de sí misma. Algo adentro actúa por ella.
El que se embriaga cree que en un acto de libertad va a una cantina, a un bar; pero no es en un acto de libertad. Y lo mismo podría decirse del drogadicto y de todos nuestros condicionamientos psicológicos. Así pues, vivimos en un mundo de esclavos donde nos levantamos esclavos y nos acostamos en el mismo estado de esclavitud.
Imagen: pixabay.com