En 1858 Londres era una ciudad muy diferente a las grandes urbes modernas. Carecía de un sistema de alcantarillado completo y muchos de sus pobladores aún dependían de las fuentes de agua que les brindaba la topografía natural. Una población creciente, alimentada por el crecimiento económico de la ciudad, estaba a punto de sobrepasar las capacidades físicas de esta para abastecer adecuadamente a sus pobladores.
Preludios del Hedor
El verano de 1858 resultó ser particularmente cálido y seco, luego de varios años de lluvias abundantes. Quizás fue eso lo que permitió que la población se confiara y que las obras públicas no se llevasen a cabo al ritmo del crecimiento de la población: al fin de cuentas, no se habían requerido realmente por casi una década. Todo se conjuró para que el verano de aquel año pasara a la historia como un verano infame… o mejor, un verano apestoso.
Tradicionalmente los hogares (o en algunos casos, los barrios) londinenses tenían algunos pozos negros y usaban bacinillas para realizar sus necesidades. Sin embargo, hacia los 1830’s comenzaron a popularizarse los inodoros, lo que aumentó sobremanera el consumo de agua e hizo que los pozos negros tradicionales no fueran capaces de dar abasto.
Así mismo, el costo normal de vaciar un pozo negro solía ser de un chelín, una cantidad demasiado elevada para la familia promedio de entonces, lo que llevó a que estos pozos comenzaran a llenarse más y más e incluso a desbordarse y llevar sus desperdicios al alcantarillado de la ciudad. Dicho alcantarillado estaba pensado únicamente para las aguas lluvias y desembocaba directamente en el Támesis, por lo que esto resultó en un grave problema de salud pública que llevaría a las epidemias de cólera de los 1840’s.
Sin embargo, mientras las lluvias fueran abundantes el problema no era nada visible, pues los desperdicios eran rápidamente arrastrados por la corriente. Esto sucedió durante varios años a medida que la situación empeoraba, y no fue hasta 1858 que el problema, causado por una acuciante sequía, saldría a la luz pública.
1858: el año del Gran Hedor
Los relatos que nos llegan de este periodo son bastante gráficos. El sol ardiente comenzó a secar los pozos negros y los afluentes que los comunicaban con el río. El mismo Támesis, ya lleno de inmundicia, bajó mucho su nivel dejando desperdicios a lado y lado de sus costas. El ambiente cálido era un clima ideal para la aparición de bacterias, que pronto convirtieron la ciudad entera en un verdadero infierno nauseabundo.
La Cámara de los Comunes (importante entidad parlamentaria) tuvo que suspender sus discusiones y se vio obligada a untar las cortinas con cloruro de calcio como un intento desesperado por proteger el recinto del hedor. El esfuerzo fue inútil y al final se vieron obligados a cambiar de lugar, pues según se cuenta era imposible trabajar allí.
Por supuesto, los nobles y políticos importantes podían darse el lujo de cambiar su residencia, pero miles de habitantes de Londres estaban condenados a soportar el hedor día tras día. Muchos optaban por no salir de sus casas, los que podían las abandonaron por algún tiempo, pero quienes debían trabajar tuvieron que soportar con paciencia los horribles olores.
Afortunadamente para los londinenses el Gran Hedor no duró más que pocas semanas, tras las cuales las lluvias trajeron alivio a las cansadas narices de los asqueados habitantes. Esta fue una voz (o mejor, un aire) de advertencia para las autoridades, que pronto comenzarían a implementar un alcantarillado moderno y nuevas medidas de salubridad. El Gran Hedor jamás volvió a repetirse.
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