Como podrán imaginar, no se trataba de una colección “tradicional”, por decirlo de alguna manera: la mujer no se hacía los tatuajes. No, los que coleccionaba venían, invariablemente, de otras personas.
Un monstruo en Buchenwald
¿Dónde podríamos encontrar una monstruosidad así? Sí, volvemos al horror de los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, la importancia – en este aspecto – de los campos nazis es fundamental: fueron uno de los lugares donde con más fuerza se vivió la deshumanización del prisionero, la conversión del “otro” en una cosa, un animal, un objeto, pero en todo caso de algo que no tenía alma ni sentimientos.
Dicha crueldad no es patrimonio del nacionalsocialismo (no hace falta más que ver las torturas de la CIA en Guantánamo), pero en pocos lugares y momentos como ese se vivió el verdadero alcance de la crueldad de la que es capaz un ser humano contra miles, millones de víctimas.
Hace unos días hablábamos de Irma Grese, “La Bella Bestia”, quien fue condenada a muerte por sus atrocidades contra los prisioneros del campo. Hoy hablaremos de Ilse Koch, otra mujer conocida por su infatigable pasión por la tortura y el dolor… y en este caso, por los tatuajes.
Los orígenes de Koch
Poco se sabe de la infancia y la juventud de la futura militante del partido nazi. Nació el 22 de septiembre de 1906 en Dresden, Alemania, en la familia de un obrero de la cercana industria. A sus 15 años entró a la escuela de contabilidad, de la que pronto se graduaría y desde donde comenzaría a visitar las reuniones nazis aunque no se haría miembro oficial del partido hasta 1932.
Fue entonces cuando conoció a Karl Otto Koch, miembro importante del partido Nazi que luego se convertiría en el comandante del campo de concentración de Buchenwald. Pero antes de ello viviría por algún tiempo en el campo de Sachsenhausen, en donde su prometido había sido llamado por las autoridades nazis.
Se cree que fue aquí donde comenzó a desarrollar su aversión al prisionero y su gusto por el sufrimiento. No se sabe qué la llevó a obsesionarse con las pieles humanas (quizás consideraba que la suya propia no era lo suficientemente bella, no sabemos), pero pronto comenzó a crear en su retorcida mente la idea que la haría famosa a posteridad: el proyecto de crear una lámpara con seres humanos.
El traslado a Buchenwald
En 1937 su esposo fue trasladado al infame campo de concentración donde la mujer realizaría su sádica carrera. Parece ser que no ocupaba un cargo alto, sencillamente estaba a cargo por ser la esposa del comandante. La mujer pronto comenzó a mostrar su rostro más oscuro y a convertirse en el terror de los prisioneros, decenas de los cuales presentaron testimonios en su contra.
Originalmente gustaba de pasear entre los grupos de desheredados y deleitarse con su sufrimiento. Como Grese, solía cargar un látigo con el que de vez en cuando azotaba a algún prisionero, aunque este no parecía ser su método de tortura favorito.
El verdadero temor de los prisioneros llegaba cuando la mujer los obligaba a desnudarse frente a ella. Seleccionaba, entonces, a quienes tuvieran la piel más firme (y sobre todo si tenían tatuajes) y mentalmente los iba marcando. Pronto, estas personas morirían en las cámaras de gas y la dejarían libre para extraer su piel y realizar sus oscuros proyectos.
La obsesión por el cuero
Entre los objetos que realizó Koch estaban una lámpara y varios adornos de piel humana, además de un diario forrado con piel que aparece documentado en la primera incursión al campo pero luego desaparece de los registros. Entre los objetos se hallaba también una colección de órganos bien conservados que se mantenían como una especie de trofeos de guerra.
Aunque no era la única tortura que caracterizaba a la mujer (también conocida por azuzar perros contra mujeres embarazadas, por abusar sexualmente de muchos prisioneros – hombres y mujeres – y por disfrutar las torturas psicológicas a las que los sometía, como bañarse en una bañera con leche y vino mientras morían de hambre), no cabe duda de que el sello característico de Koch fue su obsesión con la piel humana que la llevó a manufacturar objetos fascinantes – hasta bellos, podría decirse – pero completamente escalofriantes y tétricos.
Los problemas de la pareja
Curiosamente Koch no fue juzgada primero por los aliados. En 1943 ella y su esposo fueron acusados de malversación de fondos, algo que se sabe que ambos hacían comúnmente (al menos con las posesiones de los prisioneros, que en teoría debían financiar la Guerra) y encarcelados: su esposo sería condenado a muerte y moriría en abril de 1945, pero ella sería absuelta por falta de pruebas. Dentro de los cargos estaba el asesinato de prisioneros y trabajadores del campo para limpiar la evidencia.
Sería hasta 1947 que la mujer fuera juzgada en una corte de los Estados Unidos. Allí se le condenó a cadena perpetua y sería en prisión que moriría, el 1 de septiembre de 1967. De acuerdo con las últimas cartas que intercambió con su hija no se arrepentía de nada, pero consideraba que sólo la muerte podría liberarla:
“…no hay otra salida para mí, la muerte es la única liberación”.
Al final hizo una tira con las sábanas de su alcoba y se ahorcó en su celda. Nadie, que sepamos, lloró su muerte.
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