Alberto
Tras tantos meses, Mirta se extrañó, se estremeció en cierto modo al observar en la pantalla de su teléfono móvil aquel nombre. Alberto había traído algo parecido a la felicidad a su vida un día, pero todo se había ido quebrando hasta el punto en que el nombre de aquel chico ya no le aportaba sensación especial alguna, su corazón se había inmunizado ante su persona. Al menos eso había creído hasta aquel instante.
Alberto quería verla de nuevo, después de tantos meses sin apenas mantener una conversación fluida. En un principio aquello la había desconcertado, y construyó sin dificultad pocas vagas hipótesis en relación con ello tras leer su sms.
Sin embargo, allí estaba, frente al umbral de la puerta de la modesta casa en la que vivía junto con sus padres. Sin saber exactamente qué la había llevado finalmente allí, sospechando que el aprecio que naturalmente mantenía aún hacia él era el que la había impulsado a ello, llamó al timbre.
Se sorprendió de la celeridad con la que la que había sido su suegra había envejecido en menos de un año, hasta el punto en que dudó si era realmente ella quien le había abierto la puerta y a quien tenía frente así, estudiándola.
– Vaya Mirta… Qué sorpresa – La mujer le obsequió con una sonrisa, sincera en apariencia. – ¿Qué te trae por aquí después de todo este tiempo?
– Bueno… – Su voz pareció fallarle por unos momentos y se vio obligada a carraspear. – Venía a ver a Alberto… me ha dicho que quería verme.
– Claro, pasa por favor. – Instó, tras un momento de vacilación quizá demasiado pronunciado que no pasó desapercibido para Mirta.
La muchacha avanzó por los pasillos tras la mujer. A pesar de que el mobiliario y los objetos decorativos respondían a una situación bastante diferente con respecto a la última vez que había estado allí, no pudo evitar que una plomiza sensación de melancolía la embargase en aquellos momentos. No importaba que hubiera sido capaz de rehacer su vida ni que sintiese que por primera vez era plenamente feliz, todo ello quedó súbitamente en un segundo plano, enterrado por violentos recuerdos de lo que un día pudo ser y no fue. Fue algo que en el momento se le antojó inexplicable.
– Alberto está arriba, en su cuarto, como siempre. – Indicó Ana, como Mirta recordó que aquella mujer se llamaba. Ella asintió y se encaminó con paso calmado hacia las escaleras que comunicaban con la planta superior. Mientras subía, un repentino temor la asoló y se recordó que hacía demasiado tiempo que no veía a Alberto, que no sabía si el que se encontraría tras la puerta de su cuarto sería la misma persona a la que un día creía haber amado, o si habría cambiado víctima de las circunstancias. Pensó que quizás todo aquello no era una buena idea al fin y al cabo, pero por algún motivo no quiso volver atrás, y se adentró en el estrecho pasillo al final del cual se encontraba la susodicha habitación. La luz no estaba encendida y ello contribuía a que se diese un ambiente más lóbrego a medida que Mirta se adentraba y avanzaba entre las dos paredes. Solo detectó la presencia de la puerta cuando observó una fina línea de luz, que como una lengua surgía a través de la ranura inferior de la puerta y se reflejaba en el suelo. Vaciló unos instantes una vez que se encontró frente a ella, y la golpeó dos veces con el puño de su diestra. Después esperó, y al otro lado tan solo percibió el más profundo silencio: ni un vago indicio de movimiento. Llamó de nuevo, esta vez más fuerte, pero tampoco obtuvo resultados. Finalmente, pensó que quizá Alberto estaría durmiendo y por eso no la escuchaba, por lo que giró el pomo de la puerta dispuesta a atravesarla.
Lo que vio una vez dentro la golpeó como una gélida corriente de aire y la paralizó. La visión de aquella estancia tal y como la recordaba, sin ningún tipo de cambio ni siquiera en algún detalle, la sobrecogió sin motivo. El mismo orden casi enfermizo del que Alberto hacía gala se apreciaba en la perfecta situación de los numerosos libros en sus estantes, y en la distribución de los objetos sobre el escritorio que ocupaba gran parte de la pared opuesta, junto a la ventana. La persiana estaba a medio subir, y recordó que a su amigo le gustaba así, y odiaba la mortecina claridad que se filtraba a través de los cristales en las tardes de verano. Las paredes seguían cubiertas de descomunales pósters de Avenged Sevenfold, su grupo favorito, y la mochila roja que utilizaba desde hacía años había sido depositada en una esquina. Sobre el escritorio, Mirta reparó en la única nota discordante, lo que rompía el perfecto orden: una bandeja con un plato de sopa intacto y un vaso de agua.
“Quizá le pillo comiendo y ha salido al baño… Olé tu oportunismo, Mir” Conjeturó. Como queriendo validar su hipótesis, un aún lejano sonido de pasos acercándose a través del pasillo llegó a sus oídos. Mirta supuso que sería Alberto y se sentó a esperarle en la cama. Inconscientemente, deslizó su mano diestra sobre las sábanas más superficiales, y una densa capa de polvo se adhirió a sus dedos. Sólo entonces supo que algo iba mal.
Ana entró por la puerta y de modo impasible, casi mecánico, retiró la bandeja con el plato de sopa y la sustituyó por otra sobre la cual descansaba un humeante plato de macarrones.
– Cada día comes menos, Alberto. Cualquier día te despertarás en los huesos – Advirtió dirigiendo su mirada hacia el lecho, justo a la derecha de la posición de Mirta. Posteriormente, le dirigió una afable mirada y salió de la habitación sin mediar palabra.
Mirta se levantó como un resorte cuando en su mente comenzó a fraguarse una idea de otro modo tan descabellada que atentaría contra la más básica cordura. Estudió su alrededor con fugaces vistazos, como si de pronto sintiese que alguien espiaba sus movimientos. Un violento temblor comenzó a recorrer su cuerpo.
Incluso con el rostro congestionado a causa del pánico y el desconcierto, Alberto pensó que Mirta era tremendamente bella, y que sus rasgos mostraban la misma calidez que el primer día que la había visto. Se cercioró de que llevaba meses esperando el momento de volver a verla, y una reconfortante paz le invadió. Sabía que ella no podía verle, ni siquiera oírle, pero era algo a lo que había renunciado hacía meses y que ya había asimilado, tanto él como las personas que le rodeaban. Tan solo su madre continuaba hablándole en anodinos monólogos como si realmente él respondiese a sus preguntas. Su perturbada mente formulaba las preguntas, y a la vez creaba las respuestas. Todos la tenían por loca cuando subía algo para comer a un cuarto vacío que nadie había limpiado desde que él ya no lo ocupaba, aunque quizá no lo hubiese abandonado del todo al fin y al cabo…
Ana desarrollaba su habitual rutina como si nunca hubiera visto consumirse la vida de su hijo ante sus ojos. Soportaba su día a día como si alguna vez Alberto hubiera podido olvidar a Mirta y superarlo, como si aquella fatídica madrugada en la que el chico había decidido terminar con todo hubiese sido tan solo la peor de sus pesadillas.
Relato cedido a TEM por Rober Suárez (https://eldesvandelaspalabras.wordpress.com/)
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