El Pensante

Tejiendo relatos. «El sonido de las gotas de lluvia», por L. J. Losano

El sonido de las gotas de lluvia

Las gotas de lluvia caían fuertemente sobre su rostro, y parecían castigarlo involuntariamente por la decisión que había tomado. Su andar se hacía cada vez más presuroso, el sudor en sus manos era inevitable,  la respiración acelerada empezaba a hacerse una molestia y ese mortificante ruidillo de las gotas cayendo comenzaba a desquiciarlo.

La resolución a la que había llegado luego de intensas horas de meditación echado en la cama mirando el techo de la habitación del hotel, estaba royendo su interior al mismo tiempo que descubría todos sus miedos. Algunos de los cuales nunca había llegado a conocer.

Esperaba haber tomado la decisión correcta. Eran quince años que se iban a la basura,  quince años compartiendo con aquella persona por la que ahora decidía… ¿Pero quién era él para hacerlo?, ¿Quién le había dado ese derecho?, ¿Cómo había llegado hasta este punto?.

La encrucijada hacia que su cerebro se dividiera, y lenta y dolorosamente sollozaba desnudo en aquel lujoso cuarto de hotel. Pero de algo estaba seguro… debía de hacerlo.

Esther yacía dormida a su lado tapada únicamente por las sábanas blancas que momentos antes habían sido testigos de una vorágine de deseo, excitación y culpa, la culpa que ahora acompañaría a Sebastián para siempre y de la que no podría desembarazarse jamás.

Pero que podía sospechar aquella, que dormida y en un mundo utópico, soñaba seguramente con los días que les esperaban juntos, la casa de playa en Brasil, los hijos que tendrían juntos, los años cargados de felicidad a los que se encaminaban, y el amor… Oh el amor que no se desvanece nunca en una joven como ella, el amor que parece durar para siempre en los bellos corazones juveniles, esos corazones lozanos que llenos del sentimiento perfecto nunca sospechan lo que el tiempo les tiene preparados, y caen rendidos al percatarse de que lo que alguna vez sintieron ya no existe más. Pero Sebastián si lo sabía y conocía muy bien aquella sensación, conocía y comprendía a ese cazador de corazones que lo había despojado del sentimiento que alguna vez compartió con Sofía.

Así pues, se  levantó de la cama, se vistió y con un beso en la frente se despidió de su diosa de  cabellos de oro, aún dormida e ignorante por las mentiras de su hombre, ignorante de lo que compañero realizaría en algunas horas.

Salió a la calle y un viento gélido cargado de gotas de lluvia le dio de lleno en el rostro.

Sofía se encontraba haciendo yoga en su habitación del segundo piso como todas las tardes, sus delicados dedos tocaban las puntas de sus pies y su morena cabellera caía sobre sus piernas ocultándole el rostro. Se hallaba totalmente relajada, su respiración era lenta y pausada, una extraña sensación de calma la invadía, pero no era la misma sensación de todos los días, esta calma la invadía como invade el fuego las habitaciones de una casa siniestrada y se abre paso llevando a cenizas todo lo que encuentra. Era una calma resignada, un sosiego que había sido obligado a guardar silencio… al menos por el momento.

Sebastián se halló frente a la puerta de su casa, la abrió y empujó hacia adelante, el viento frío a sus espaldas parecía impulsarlo hacia adentro en un afán por desear que acabara con todo de una vez. Pero él de pie en el vano de aquella puerta luchaba por encontrar las fuerzas y el aplomo necesario para cometer su crimen. Por suerte aún debía esperar hasta la noche.

Subió las escaleras y abrió suavemente la puerta de su habitación encontrando a Sofía en una extraña posición, arrodillada y de espaldas con los brazos y piernas hacia atrás, la hermosa mujer tocaba con los dedos de sus manos los de los pies, haciendo la cabeza hacia atrás,  con los ojos cerrados y la mente despojada de toda realidad. Esta vez sus cabellos dejaban ver el hermoso rostro de la muchacha. ¡Dios! Se veía tan serena.

El sonido de los pasos de Sebastián acercándose hacia ella, la arrancó del estado casi catatónico en que se encontraba y en un segundo volvió a ser parte otra vez de la segadora realidad.

Una sonrisa compartida y un par de palabras triviales fueron suficientes, Sebastián se retiro al cuarto de estudio y Sofía continuó con su rutina.

La tarde se hacía cada vez más oscura y la hora se avecinaba, Sebastián sentado en un antiguo sillón colonial sostenía un libro en su mano, «El hombre en busca del sentido» decía la cubierta, pero no lograba concentrarse en la lectura. No… Ni Viktor Frankl, ni nadie lograría sacar de su mente aquella víbora de culpa que arremetía con afilados colmillos contra él.

Pero todo ya había sido planeado con anticipación, sería hoy el día, los pasajes habían sido comprados, el vuelo salía hoy a media noche, las cuentas habían sido trasladas y  la vieja Smith & Wesson de su padre pugnaba por salir de la caja fuerte de detrás de la puerta falsa del librero. Se acercaba la hora…

La cena estaba lista.

Ambos se sentaron y comentaron su día, aunque algo nervioso aún, Sebastián había logrado dejar de lado los sentimientos que le aquejaban, se había convencido con la vieja frase que todo subsana, aquella por la cual han muerto tantos: «El fin justifica los medios».

La sopa de verduras estuvo deliciosa y aunque un tanto amarga, Sebastián pensó: Una vez  más la siempre predecible Sofía experimentando con la comida, pero esta vez sí que se había excedido con el orégano, qué más da, en unos instantes eso ya no importaría.

Sofía tan alegre como siempre le hablaba sobre la pelea que había tenido con Carla Miller, al parecer habían discutido en el club por algo que según ella no valía la pena comentar.

Al pasar los minutos, Sebastián ansiaba cada vez más y más deshacerse de ella, y aunque escuchaba sin prestar atención todo lo que su esposa le decía, se preguntaba ¿Porqué tardaba tanto en llevar a cabo el plan?, ¿Porqué sus brazos no se levantaban, sacaban el arma oculta bajo su cinturón y  apuntaba a su cabeza?, ¿Porque se sentía tan cansado de repente?, ¿Sería tal vez el mantenerse escuchando la tediosa plática de su mujer, lleno de problemas insulsos lo que  estuviera agotándolo?.

De pronto, Sofía dejo de hablar, y se disculpó diciendo que volvería en un segundo.

Sebastián ahora se sentía algo mareado y la sopa frente a él reflejaba un rostro pálido y deforme, el movimiento de sus extremidades se volvía casi imposible, y esa amarga sensación en la garganta se acrecentaba cada vez más llenando su boca de un sabor repugnante.

Por fin Sofía regresó, y dejando unos papeles sobre la mesa  miró fijamente a lo que quedaba de Sebastián sin decir una palabra. En un esfuerzo sobrehumano el moribundo pasó la mirada por lo que parecían dos boletos de avión y unas cuantas fotos de él y Esther.

Un manto negro cubrió la escena y un silencio ensordecedor empañó el ambiente, un silencio lleno de preguntas, preguntas cuya respuesta Sebastián no conocería nunca, pero a la vez tan lleno de explicaciones sobreentendidas, un silencio de fuego… Sí, fuego que Sofía dejaba, se llevara a cenizas todos los recuerdos y sentimientos compasivos que alguna vez tuvo. Ahora estos yacían hechos un cúmulo negro en el interior de su cabeza.

El silencio pareció romperse  de repente con una risa burlona, que heló aún más la frágil alma del confundido hombre, seguido de las últimas palabras que escucharía en vida.

–          Creíste que jamás me daría cuenta… lo sabía desde hace meses Seba, pudiste haber seguido con esta farsa pero tuviste que desear más. ¿Siempre te gustó tener el control de todo, cierto? Pues  ahora mírate, hecho un guiñapo sin poder moverte y  si esto te ocurrió a ti, nada más espera lo que le tengo preparado a esa ramera. Ahora sí estarán juntos para siempre…

Luego la voz que entonaba estas palabras deformó en un único sonido: el de la lluvia cayendo fuertemente contra la acera, y una lágrima que pareció nacer de la nada dio contra el fino parqué sin ser notada, la fuerte lluvia de afuera no dejó escuchar la caída de la que fuera la última muestra de afecto de un moribundo.

Relato cedido a T.E.M por Luis Jesus Losano. (Todos los derechos reservados por el autor)

Ilustración «Amor eterno», de Laurie Lipton

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