El visitante de la Necrópolis
El aire frío del invierno de una tarde que fenecía un día 23 de diciembre, bajo los árboles del Campo Metropolitano, arropaba mi cabeza intensamente, dejando en mi rostro una imagen pétrea, en la que mis ojos y mis cabellos eran lo único que no era inmóvil dentro de ese lugar de eterno descanso.
Tras de mi estaba el camino empedrado que llevaba cómodamente a los visitantes hacia cada uno de los recintos donde sus allegados, familiares o conocidos, les esperaban en eternidad con su nombre labrado en la piedra. Hoy no era un buen día para visitas. La temperatura estaba por debajo de los -5 grados y había caído una gran nevada la noche anterior que había dejado su marca indeleble sobre el paisaje así como también la triste tonalidad gris de la niebla que empezó a bajar al comienzo de la tarde.
Estaba de pie frente a una lápida de granito cubierta casi hasta su tope de nieve, que estaba adornada por dos moribundos ramos de rosas que no resistieron el embate de la naturaleza la noche anterior. Hacía frío, mucho frío, y mi gabardina no bastaba para contener la intensidad del aire gélido que daba contra mi cuerpo. Observe hacia ambos lados de mí y note que no más de 10 personas estaban de visita en el cementerio. Todos luchaban, por no dejarse amilanar por el clima, para quedarse ahí más tiempo, junto a sus seres queridos, pero cualquier tiempo que hubiese disponible siempre sería insuficiente para aquellos que tienen una eternidad por delante o los que tienen el resto de una vida que afrontar.
Yo, en cambio, contemplaba aquella lápida con entereza, con profunda tristeza pero sin doblegarme, como aquellas otras veces lo había hecho, en las vísperas de navidad desde hacía tres años.
En la víspera de aquella fatídica navidad, el trueno de una corneta, el patinar de cuatro llantas, la luz cegadora de dos faroles y el golpe seco de un vehículo descontrolado, marcaron el fin de la vida de mi ser querido. Ese fue el comienzo de mi sufrimiento, y el principio del fin de mi propia vida. La Muerte de forma atropellada y repentina, en un abrir y cerrar de ojos, me había quitado lo que yo más amaba, a mi ser más preciado. Me había arrebatado la vida en sí misma.
Yo le amaba, yo le quería, y jamás me perdoné el dejarle salir esa noche. De haber sido todo distinto, hoy habría estado conmigo en otro lugar, y no a mis pies. Yo habría estado junto a él en otro lugar y no frente a su tumba.
Una señora de mediana edad llegó desde el camino y se aproximó. Me pareció conocida pero no pude recordar donde le había visto. Se detuvo a mi lado y se puso a contemplar la lápida cubierta de nieve. Llevaba un gran ramo de rosas nuevo.
– Estas son para ti, cariño – dijo mientras se agachaba a colocar las rosas en la base de la lápida.
Me enterneció profundamente el gesto de la señora, que miraba junto a mí la lápida cubierta de nieve y las flores marchitas.
– Gracias, es un gesto muy amable de su parte – le dije.
– No hay de qué, cariño – dijo mientras se arrodillaba y sin quitar la vista de la lápida – vamos ahora a quitarle estas flores marchitas y a mandar a barrerle un poco el piso para que no se vea el sitio tan descuidado.
Me quedé observando con ternura a la señora en su labor, tan concentrado en ello que no me percaté de que un señor se había acercado también a nosotros a contemplar el lugar.
– Buenas tardes – dijo
– Buenas tardes señor – respondimos la señora y yo casi al unísono
– Lindas rosas señora –
– Muchas gracias, bien sabía yo que con la nevada de ayer, las otras flores que le había puesto estarían hoy marchitas.
Comprendí por qué me parecía conocida la señora. La había visto visitar la tumba en los años pasados, sin embargo, no le recordaba porque yo solo visitaba el cementerio en la fecha del aniversario. Yo temía reavivar viejos dolores, culpas y heridas que aún, hasta el día de hoy, no parecían sanar. Deambulé por muchos lados buscando apaciguar mi dolor, pero no fue posible.
– ¿Le ayudamos a arreglar el sitio? – le pregunté a la señora agachándome
– No, no no se preocupe – respondió la señora apartando al señor de las rosas que había tocado – de esto me encargo yo. Es mi responsabilidad y puedo hacerlo sola. Gracias.
– Muy bien, no se preocupe – respondió reincorporándose
– Solo queríamos ayudar – dije extrañado.
– No es necesario, de todos modos gracias. Esto es parte de mi rutina – respondió sin voltear
– Cosas de la edad – susurró el señor echando una vista al cielo
– Ni que lo diga – le respondí.
Durante varios minutos ambos observamos a la señora arreglar y colocar las nuevas rosas. Nos arrodillamos a su lado mientras ella mandó a llamar a un jardinero para que limpiase los restos de nieve de la lápida y del suelo de la tumba. La oscuridad de la noche había cubierto ya al cementerio, y unas pequeñas lámparas colocadas a ambos lados del camino empedrado, se encendieron para dar luz a los visitantes.
– ¿Cuánto tiempo tiene aquí su familiar? – preguntó el señor
– Tres años – le respondí
– Hoy se cumplen los tres años de aquel accidente – dijo la señora
– ¿Falleció en un accidente?
– Sí, señor, muy trágico. Un accidente de tránsito. Lo atropelló un autobús. – respondió acongojada.
– Lo más triste es que haya sucedido en vísperas de Navidad – continué diciendo
– Dios, y justo antes de la Navidad, es una pena de verdad – respondió el señor
– Si, mucha pena, muchísimo dolor – respondió la señora gimiendo levemente y girándose hacia nosotros – Dios, qué mala educación la mía. Me llamo Martha.
– José, mi señora, José Garcés para servirle – contestó el hombre
– Federico Alberti, señora, mucho gusto – le respondí.
– Un placer. Pues sí, toda la familia venía en camino y… – respondió la señora volviendo a mirar la lápida con un nudo en la garganta y el preludio de una lagrima en sus ojos – no entiendo cómo es que…cómo es que.
En ese momento, la señora rompió a llorar desconsoladamente, escondiendo su rostro bajo sus brazos y tapando su cabeza para que no la viésemos sufrir. El sufrimiento de la señora alcanzó la fibra más sensible de mi ser y tuve que retirarme por un segundo y recostar mi cabeza en el tronco de un árbol cercano para tomar aire.
– Mi señora por favor, ya no deben haber más preguntas – respondió José en tono conciliatorio – ya nuestro finado debe estar en paz con el señor.
– ¿Será eso posible? – refutó la señora llorando – ¿será posible que en verdad él esté con nuestro señor?
– Por supuesto Martha – respondí desde el árbol y acercándome nuevamente a la lápida – El fue un buen hombre.
El viento arreciaba con mayor fuerza, y el frío se hacía más intenso, el aire más denso y pesado. La niebla amenazaba con cubrirlo todo penetrando el perímetro de luz que los diminutos faroles del camino dibujaban
– Estoy seguro que nuestro Señor Jesús lo tiene en su Gloria, y todos sus pecados han sido perdonados, como debe ser – respondió también José
– ¿A pesar de cómo sucedieron las cosas? – sollozó terriblemente la señora tomando de las manos a José quien, arrodillado junto a ella, le sostenía para que no se derrumbará.
– Martha, debe usted tranquilizarse – le dije – Dios, tiene un plan divino para todos nosotros que…
– ¿Y cómo sucedieron las cosas Martha?, ¿cómo ha pasado? – interrumpió José
– El se suicidó Padre José! – respondió envuelta en lagrimas y gritos de dolor – Él se lanzó justo frente al autobús que venía por la calle. El se mató!
<<Suicidio>>. Eso no era lo que yo recordaba, lo que yo daba por sentado. Me negaba a asumir tal cosa como cierta. Sin embargo, al escucharle, mis ojos se cerraron en un profundo dolor, tan intenso, que una lágrima infinita se derramó por mi mejilla y cayó al suelo de grama, justo detrás de los dos señores.
– ¿Pero cómo pudo pasar eso? – respondió José consternado – ¿Por qué razón haría él semejante cosa?
– Su hijo, su hijo murió a principios de ese año de una enfermedad fatal. Leucemia. – respondió Martha en llanto – Él no soportó la pérdida de su único hijo. Abandonó a su familia, esposa, a todos. Y perdió la vida porque no tuvo las respuestas terrenales que buscaba.
Leucemia. Su hijo tenía tan solo 11 años cuando la enfermedad acabó con él. Parte de su vida se había ido con la pérdida de su hijo. Su esposa, incapaz de conectarse nuevamente con él, perdió la batalla para librarle de sus culpas, y tuvo que dejarle para no desvanecerse ella también ante sus propias penurias.
– Por Dios. – respondió José – Martha, no sé en qué lugar se encuentre él en estos momentos, pero oro con todas mis fuerzas porque allí, donde quiera que esté, encuentre o haya encontrado las respuestas que aquí no encontró.
Los dos señores se hundieron en un llanto mutuo que no pude evitar. Con lágrimas en los ojos, me levante del suelo detrás de ellos y puse mi mano sobre la cabeza de la señora. Le dije antes de retirarme:
– Martha estoy seguro de que él, en ese lugar, aún está buscando esas respuestas.
Martha lloró con aún más fuerzas mientras yo empecé a retirarme sin dejar de mirar la lápida y a los dos señores llorar frente a ella, hasta que la niebla no me permitió ver nada más. Me fui, tal cual llegué, de aquel cementerio en el cual yacía mi ser amado y su pequeño hijo, en búsqueda de paz y calma para mi dolor.
El jardinero, con pocos ánimos, se acercó a la pareja de señores para limpiar el suelo de la tumba y su lápida. Los señores se levantaron para permitir el trabajo. El jardinero, con un rastrillo metálico, arrancó de la lápida una capa dura de hielo que tapaba casi todo su frente. Esta se desprendió casi completa dejando limpia la cara frontal de la misma la cual rezaba:
Aquí yace:
FEDERICO ALBERTI
* 13/10/56 + 23/12/2003
Y
DANIEL J. ALBERTI
* 6/01/1992 + 12/02/2003
“Un Padre amoroso y abnegado. Un hijo maravilloso y valiente. Les amaré por siempre”
Recuerdo de su amada esposa/madre
Martha
“Que sus almas descansen en Paz…”
Relato cedido a T.E.M por Jesús David Guerra.
ARCHIVO DE RELATOS DE T.E.M