Psicología social
Hace pocos días hablamos aquí del famoso Experimento de Asch en el que el psicólogo Solomon Asch demostró lo importante que es el pensamiento comunitario para las personas y cómo son capaces de traicionar su propio raciocinio – por obvio que este sea – con tal de no discrepar con el resto del grupo.
Un estudio semejante, solo que un tanto más… macabro, fue dirigido por el psicólogo Stanley Milgram en una serie de experimentos orientados, en esta ocasión, a demostrar el papel que tiene la autoridad y cómo muchas veces hacemos cosas que van en contra de nuestros principios y de nuestra misma humanidad solamente porque “alguien así nos lo ordenó”.
El experimento de Milgram
El concepto era sencillo. El experimento constaba de dos individuos, uno asociado con el experimentador y el sujeto sobre el cual se estaba haciendo el análisis. Se supone que el estudio no era sobre la obediencia, sino sobre el aprendizaje y la memoria, y consistía en dos roles separados: “maestro” y “alumno”.
Para elegir los roles, cada uno de los participantes tenía que coger un papel de una caja. En verdad, ambos papeles decían “Maestro” y el cómplice afirmaba que el suyo decía “alumno”, así, invariablemente la persona creía que le había tocado el rol de maestro.
De acuerdo con el experimento, se mediría la respuesta del “alumno” a una serie de preguntas, y en la eventualidad en que sus respuestas fueran erróneas se le haría pasar una descarga eléctrica. Con este propósito, el alumno (es decir, el cómplice de Asch) se sentaba en una especie de “silla eléctrica” donde se le ataba (“para impedir un movimiento excesivo”) y se le colocaba crema para evitar supuestas quemaduras. Posteriormente se le informaba al sujeto que el experimento sería grabado para que no pudiera negar nada de lo ocurrido.
En esencia, el “experimento” consistía en pasar una corriente eléctrica al alumno cada vez que se equivocaba, la cual iba aumentando de intensidad. Comenzando por 45 voltios, esta primera descarga se pasaba a ambos, alumno y maestro, con el objetivo de que el segundo comprendiera a qué estaba sometiendo a la otra persona. Las descargas iban de los 45 a los 450 voltios ascendiendo gradualmente en intensidad.
La autoridad
Por supuesto, todo esto era una fachada. No había tal silla eléctrica y las descargas, luego de los 25 voltios, eran ficticias. Los gritos de dolor que lanzaba el alumno a medida que las descargas iban aumentando también estaban pregrabados. Se trataba de ver cómo respondía el “maestro” al hecho de estar causando un terrible dolor a otra persona sin motivo alguno.
Los participantes del estudio habían sido convocados con anuncios públicos en la parada de autobuses y estaban recibiendo un pago de 4 dólares y un refrigerio por participar en él (en 1961 4 dólares era mucho más que hoy, alrededor de 30 dólares actuales). Al estar bajo el “dominio” del experimentador, y haber sido pagados, se garantizaba que sintieran a quien dirigía el experimento como una figura de autoridad.
El experimento pararía cuando sucedieran una de dos cosas: o cuando el “maestro” lo detuviera pese a las órdenes del experimentador, o cuando se llegara a la descarga de los 450 voltios.
El sufrimiento de la otra persona
Los gritos de dolor eran bastante dramáticos e iban aumentando conforme aumentaban las supuestas descargas. La práctica totalidad de los participantes solicitó amablemente que el experimento se detuviera a más tardar a los 135 voltios, pero en los 75 ya muchos deseaban pararlo. Sin embargo, todos seguían adelante ante la insistencia del experimentador.
En las grabaciones, se comenzaba por golpear el vidrio que separaba las dos personas (que no podían verse la una a la otra) y luego el supuesto alumno se quejaba de sus problemas de corazón. Más adelante, comenzaría a rogar que se detuviera el experimento y al llegar a los 270 voltios gritaría en completa agonía. Luego, a partir de los 300, dejaría de hacer ruido y comenzarían a sonar los temblores que preceden al coma.
El experimentador manejaba 4 grados de autoridad de acuerdo con la actitud del “maestro”. Las frases eran las siguientes:
- Continúe, por favor.
- El experimento requiere que usted continúe.
- Es absolutamente esencial que usted continúe.
- Usted no tiene opción alguna. Debe continuar
Si en la última frase el maestro seguía empeñado en cancelar el experimento, sin importarle la autoridad del experimentador, este se daba por terminado.
Los resultados
Los hallazgos fueron completamente dramáticos. Aunque prácticamente todos quisieron detener el experimento antes de los 100 voltios, nadie fue capaz de rebelarse ante la autoridad antes de los 300 (cuando ya podrían haber causado un daño irreparable a la persona) y un impresionante 65% de los sujetos llegó a la descarga de 450 voltios cuando su alumno estaba supuestamente inconsciente.
Aunque nadie parecía contento con el experimento, y muchos intentaron una negociación (como devolver el dinero), no fueron capaces de sobreponerse a la autoridad. Esto sorprendió al equipo de Milgram y a prácticamente todo el mundo: al parecer, somos mucho más vulnerables ante la autoridad de lo que creemos.
Evidentemente, esto no es algo bueno. Una persona presionada por sus superiores por lo visto no dudará en realizar actos inmorales o que afecten a otra persona, aunque vayan en contra de sus creencias. Y estamos hablando de una absoluta mayoría de los miembros del experimento.
Para que piensen cuántas veces han realizado algo inmoral, en contra de sus creencias, sólo porque alguien más se los dijo.
Fuente de imágenes: 1: drjohngkuna.com, 2: jamesminshall.com, 3: thesituationist.files.wordpress.com