La deshonra de la familia
Corría el año de 1955 cuando la pescadería de la familia Ikeya comenzó a perder dinero. Eran los tiempos de la posguerra, cuando Japón había pasado de ser una potencia industrial a ser un país en ruinas luego de sus ataques contra los Estados Unidos. La mayoría de los habitantes vivían en fábricas improvisadas que comenzaban a llenar los anaqueles europeos y norteamericanos, pero muchos también trabajaban para suplir las necesidades de su propio país. Uno de ellos, pescador, era el padre de Kaoru Ikeya.
Pero la contaminación de las aguas y la competencia de grandes compañías comenzaron a afectar a la familia. Con el paso de los días cada vez menos pescado llegaba a la tienda y finalmente el padre de Kaoru se vio obligado a cerrarla. Lamentablemente, el hombre fue incapaz de lidiar con la frustración y optó por refugiarse en el sake y los cafés del pueblo en lugar de cumplir sus deberes como padre de familia.
En otros lugares del mundo esto no habría sido demasiado relevante. Pero en Japón, y en particular en este periodo, se consideraba que una actitud de este tipo era completamente deshonrosa.
El problema con la noción de la honra es que no sólo afecta al individuo. Todo el apellido, toda la familia, queda manchada por las acciones de uno de sus miembros. Y así, al tiempo que la madre del joven Ikeya se veía obligada a trabajar en un hotel lavando ropa, y que él (el mayor de cinco hermanos) tenía que repartir periódicos en las mañanas y las tardes para apoyar en la casa, la familia se veía aislada y humillada por el resto de la sociedad.
Las estrellas
Desde antes de que la situación familiar se deteriorara, Kaoru gustaba de subir al tejado de la casa para observar las estrellas y escapar del constante ruido de sus hermanos menores. A sus 12 años comenzó a leer libros de astronomía y a los trece decidió que quería un telescopio. Su padre, en ese momento todavía dirigiendo una tienda exitosa, se encontraba molesto con él por no ayudar en el negocio familiar, por lo que el joven decidió construirse su propio telescopio.
Cuando la situación familiar se deterioró y el apellido Ikeya se convirtió en una vergüenza, el cielo se convirtió en una obsesión para el joven Kaoru: soñaba con encontrar un día un cometa, hacer que llevase su nombre y limpiar así de una vez y para siempre el nombre de su familia.
En 1959 terminó la educación media y entró a trabajar en una fábrica de pianos. Habría querido acceder a educación de mayor calidad, pero la situación económica de su familia le impedía seguir estudiando. Al no tener un diploma técnico ni profesional recibía la menor remuneración posible, pero esto le importaba poco, pues estaba ayudando su familia.
Con su salario compró aquel año el principal espejo de su telescopio, el cual pulía con cuidado en sus ratos libres. Al año siguiente, buscando en tiendas de segunda mano, consiguió los materiales restantes y tras varios meses de trabajo logró terminar la construcción de su telescopio.
Buscando el cometa
Tras esto, el joven comenzó a salir todas las noches entre las tres y las cinco de la mañana a buscar su cometa. Las noches nubladas aprovechaba para recuperar el sueño, que le haría falta en las despejadas. Pasaron los meses el joven perdía más y más las esperanzas, hasta terminar por desistir del todo.
Fue entonces cuando le escribió una carta, buscando una palabra de aliento, al célebre astrónomo japonés Minoru Honda. La carta del astrónomo le pareció originalmente una condena, pero luego la entendió en su verdadero significado. Decía:
Observar el cielo con el único propósito de descubrir un cometa es una labor inútil que exige muchísimo tiempo y muchísimo trabajo, pero observarlo por sí mismo, sin pensar en descubrimientos, podría traer suerte a un buscador de cometas.
El joven retomó su trabajo con nuevos ímpetus. Había decidido memorizar las estrellas tal y como había memorizado las calles de su ciudad natal. Por meses se dedicó a observar cuidadosamente cada uno de los cuerpos celestes y al hacerlo, inadvertidamente, garantizó que si alguna vez aparecía un cuerpo nuevo se daría cuenta de inmediato. Pasaron los meses y Kaoru aprendió a reconocer hasta el último cuerpo en los cielos de Japón.
El 31 de diciembre de 1962 su madre, que lo había visto levantarse todas las noches por 16 meses, le rogó que no subiera al tejado aquella noche, sino que pasara la velada con su familia y descansara. Kaoru, conmovido, decidió complacerla.
Al día siguiente descubrió su cometa.
Salto a la fama
En la empresa, donde lo conocían como una persona taciturna y más bien poco llamativa, todo se sorprendieron cuando se enteraron de que el encargado de pulir las teclas había aparecido en todos los noticiero nacionales. El joven se convirtió en una celebridad, recibió premios del gobierno y se le regalaron los materiales para construir un telescopio de mucha mejor calidad. En aquellos tiempos Japón era un país pobre, por lo que no tenía los recursos que tiene hoy para ayudar a este tipo de personas.
Pero más allá de la fama y la fortuna, Kaoru estaba feliz por una razón: su apellido había quedado limpio y plasmado en los cielos en el nombre del cometa Ikeya 1963A.
Fuentes:
- Selecciones del Reader’s Digest, junio de 1966.
Imágenes: 1: alchetron.com, 2: icq.eps.harvard.edu, 3: jb.man.ac.uk