Por lo general, ante la idea de un poema escrito para una mujer, la mayoría de las personas tienden a imaginar a la persona femenina que ha inspirado al Poeta como un ser de gran belleza, entendiendo este último concepto desde la óptica occidental.
¿Existen las mujeres feas?
Desde tiempos clásicos, específicamente desde la Grecia helénica se ha tenido en Occidente una idea común de lo que es la Belleza o lo Bello, siendo esto entendido como las distintas cualidades relacionadas con la simetría, la gracia, las proporciones y sobre todo la capacidad de entusiasmar y raptar al humano que se coloque frente a la Belleza, puesto que de acuerdo a la idea occidental toda persona está preparada para ver y reconocer lo Bello, entregándose a su contemplación y a la pulsión de querer poseerlo.
Sin embargo, existe igualmente una corriente de pensamiento occidental que afirma que aun cuando puede definirse la Belleza como un patrón específico, básicamente existe belleza en todo lo existente, sólo que algunos casos esta no se encuentra a simple vista, o no es apreciada de igual forma por todos. Justo en este caso es que los poetas afirman que se encuentran las mal llamadas “mujeres feas”, es decir, personas del sexo femenino que se alejan del modelo occidental de belleza femenina, pero que sin embargo pueden resultar hermosas para la persona que sienta esa pulsión de tenerla para sí, una vez que la ha visto. Por lo que se puede decir entonces que realmente no existe una mujer fea, sino que cada mujer guarda belleza dentro de sí.
Poema para una mujer fea
En este sentido, una vez aclarado que no existe la fealdad femenina, sino distintos tipos de belleza –cercanas o no al ideal estético preponderante en un momento específico de la civilización que los concibe- no será tan difícil entender cómo puedan existir poemas dedicados a las supuestas “mujeres feas”, puesto que al conocer que existe belleza en todo, resulta natural que los poetas hayan podido inspirarse igualmente en este tipo de féminas, que aun cuando no se parecen a las modelos de revista, pueden emocionar e inspirar poesía a sus semejantes.
Resulta interesante entonces, traer a colación un ejemplo bastante reconocido dentro de las letras latinoamericanas que busca, a través de la Poesía, colocar el espíritu femenino por sobre el físico que pueda tener la mujer en cuestión:
Espantapájaros No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
– no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres…
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
«¡María Luisa! ¡María Luisa!»… y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes…
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
– no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres…
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
«¡María Luisa! ¡María Luisa!»… y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes…
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
En poema titulado Espantapájaros, y nacido de la pluma del célebre escritor uruguayo Oliveiro Girondo se puede ver claramente cómo el poeta, con gran sentido del humor describe los rasgos grotescos que pueden deformar la belleza de una mujer, desmontando el paradigma occidental, conformado por elementos como la firmeza de los senos, la suavidad de la piel, los olores a flores que debe emanar del cuerpo femeninos o los rasgos suaves y delicados. Así mismo, después de burlarse de estos parámetros, el poeta lanza su contundente manifiesto sobre cuál es el único valor que concibe como importante en el universo femenino: la capacidad de volar, es decir, de tener alma.
Imagen: pixabay.com