Casamiento con la muerte
La ceremonia se cumplía una vez cada ciento veintitrés años, según los rígidos preceptos de la Orden Mayor. Solo una vez en todo ese período de tiempo el Templo abría sus puertas. Nadie podía encontrarlo, y de este modo, la desconocida y milenaria Orden llevaba a cabo sus rituales sin riesgo de interrupciones.
Cinco personas de traje negro esperaban de pie en el corredor de una casa al lado de una habitación, lejos del Templo. No hablaban porque era una de las reglas; cualquier palabra inquietaría a todos, implicaría esperar otros ciento veintitrés años para celebrar el rito. Miraban alternativamente para todos lados, como en una angustiosa espera. De repente, una mujer mayor salió de la cocina, con un plato en las arrugadas manos. Llevaba un vestido rojo ajustado que le llegaba un poco más debajo de las rodillas. Su cabello blanco estaba reunido en una trenza que le daba en los omoplatos. Su rostro estaba maquillado coquetamente pero sin ostentación. En el plato que llevaba en las manos yacía un gorrión cubierto de sangre con la cabeza dislocada y las entrañas al descubierto. Las manos y la boca de la mujer estaban sucias con la sangre del animal.
Al verla, las cinco personas hicieron una reverencia. La mujer se dirigió a una de ellas, que dijo:
– Enablatemba hatae- y depositó una hoja de trébol en el plato.
– Fiore atea opoboe- dijo el segundo, y puso otra, pero de muérdago.
– Idran losvopsvaptulos.- El tercero colocó una rosa con los pétalos quemados.
– Gohonier lhasblapste- dijo el cuarto, y esparció leche sobre todo el conjunto.
– Sanlood eatea corposum.- El quinto bañó el conjunto con sangre, usando una antigua taza negra.
– Aicnag ovitirepa- pronunció la anciana con un suave acento rumano. La primera parte de la ceremonia ya estaba lista.- ¿Ella está preparada?
– Sí- le respondió el segundo hombre. La anciana entró con el plato a la habitación. Los cinco hombres alcanzaron a escuchar que le decía a la novia:
– Te lo vas a comer.
Después de un momento, de la pieza salió una joven vestida de novia acompañada por la anciana. Su vestido era negro como el carbón y caía sobre todo su cuerpo como la lúgubre sombra de una tumba. El rostro estaba oculto con un velo negro que caía apretando el pelo. Los puntos del encaje eran azules sobre el corazón y subían mansamente hasta el cuello, donde se enroscaban como una culebra.
Sin decir nada, todos se acomodaron en un círculo en torno a ella, con la anciana al frente. Salieron de la casa, bajaron las escaleras, y se subieron a un carruaje que los esperaba hacía cinco horas.
Al fin llegaron al templo. Todos lo observaron en detalle antes de entrar porque era la única vez en su vida que les sería dado verlo. Parecía un lobo rabioso echado, con una boca abierta por donde caía la baba de enredaderas. Grandes piedras, ninguna ventana en las alturas, y lo rodeaba un tenue aroma a rosas muertas. Las enredaderas se habían arraigado en todas las paredes, ocultando imágenes talladas en tiempos oscuros que narraban peleas y ceremonias. Cinco columnas sostenían el alto techo del pasillo, totalmente firmes a pesar de los ladrillos que intentaban salirse de sus lugares. Dos puertas oscuras estaban cerradas, con dos muchachas vestidas con túnicas violetas a la espera de la señal. Sobre el frente del templo, un antiguo reloj lleno de imágenes en relieve indicaba los antiguos horarios de los sacrificios. La estatua de una guardiana sostenía una bandeja real de plata en la que caía agua mediante una canaleta oculta. Según el líquido llenaba la bandeja, los brazos de la guardiana bajaban hacia el siguiente símbolo. De golpe, la bandeja lo alcanzó, ofreciéndole su contenido a un relieve de un perro esquelético que la miraba desde una plataforma con un brazo humano en la boca y un niño bajo las garras. Las dos jóvenes de violeta se pusieron a cada lado de la novia para tomar cada punta de la cola del vestido. Minutos después, la guardiana bajó la bandeja ante el símbolo principal, un sol de ojos furiosos, y los presentes comprendieron que era el momento. Las dos muchachas tomaron las puntas del vestido. La anciana de rojo y las otras personas entraron pausadamente al Templo por una puerta lateral. La novia y sus acompañantes subieron paso a paso los diecinueve escalones sin esquivar las telarañas. El amo creaba los seres que las tejían.
Diecinueve. Dieciocho. Diecisiete. Dieciseis. Quince. Catorce. Trece. Doce. Once. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Las grandes y negras puertas se abrieron como la mandíbula de un cocodrilo. Apenas traspasaron el umbral, las puertas se volvieron a cerrar con un ruido que retumbó en todo el edificio.
Solo había unos veinte invitados, ya que la Orden Mayor era un selecto grupo de menos de diez mil personas en todo el mundo. Todos estaban al lado del altar, por lo que la novia tuvo que recorrer cincuenta metros en medio del silencio sepulcral antes de llegar a los primeros bancos ocupados. Al lado del altar estaba esperándola un sacerdote de vestiduras negras, con el Libro abierto en la pagina que se usaba cada ciento veintitrés años, y a su lado la anciana de rojo con la cara sangrándole. Se había hecho un gran tajo con un cuchillo, y la sangre caía por el mentón al cáliz. Cuando la novia llegó al altar, ella colocó el cáliz sobre el libro. Los veinte invitados se pusieron de pie.
– Oh, Gran Señor, hemos cumplido todos tus ritos perfectamente- dijo el sacerdote.
– Maté a un ave y lo preparé según tus preceptos- dijo la mujer de rojo.
– Puse una hoja de trébol de tu huerto.
– Yo, una hoja de muérdago.
– Yo, leche de una vaca consagrada en tu presencia.
– Yo, la taza donde miles de litros han pasado en tu honor- dijo el último. Todos miraron a la novia, que se arrodilló y dijo:
– Hoy perdí mi virginidad con mi padre. Me lavé las manos en la sangre recogida y en la hiel de un animal consagrado a ti, para que siempre se cumpla lo que te pedimos.
– Horsac negem Inrrara- dijo el sacerdote, juntando las manos.
-¡Horsac negem Inrrara!- exclamaron todos. El sacerdote tomó el cáliz y lo volcó suavemente sobre el altar. La mujer de rojo no se había puesto nada sobre la herida porque debía sangrar hasta el final. La sangre volcada tomó dos caminos diferentes hasta formar un círculo perfecto. Una vez concretado, la sangre se amontonó dentro de su círculo y formó una mano extendida. La mujer de rojo miró a los otros y sonrió, con una expresión devota y maravillada.
– Estás acá. Preséntate, oh, Amo Poderoso Nuestro, oh, Inrraraa- suplicó el sacerdote, de rodillas. Afuera se levantó viento y hubo lluvia. Cuando los presentes levantaron la mirada, al lado del altar estaba el novio, correctamente vestido de etiqueta, con la cara empolvada. Se movió suavemente hasta donde estaba la novia y le tocó el hombro, indicándole que podía levantarse. La novia lo miró, y dejó traslucir una alegría intensa. Ahí estaba el hombre para el cual había sido preparada toda la vida. Se miraron a través del velo de ella y se dirigieron al cura. Ahora todos estaban con los ojos pendientes de la ceremonia final. El sacerdote preguntó:
– María, ¿estás dispuesta a entregarte a Inrrara en cuerpo y alma?
– Sí, lo acepto, estoy dispuesta- confirmó la joven.
– Inrrara, Nuestro Señor, puedes tomar a María- ofreció el anciano. Todos bajaron los ojos. Inrrara y María se miraron nuevamente. El novio levantó el velo. La novia era rubia, muy joven, de no más de veinte años, y un rubor corría por sus mejillas. Inrrara se acercó y le susurró al oído:
– Aprecio lo que hiciste con mi obispo, tu padre.- Luego le besó los labios mientras le rozaba un seno con la mano. Fue recorriendo la mejilla, el mentón, siempre besándola, hasta llegar al cuello, donde se detuvo.
Los colmillos de la bestia, mala mezcla de gorila y lagarto jorobado, se hundieron en la garganta y la destrozaron.
Todos los presentes bajaron los ojos en señal de aprobación y se fueron caminando hacia atrás, mientras las puertas se volvían a abrir solas. Los gruñidos se escuchaban por toda la iglesia, y mientras los invitados salían, el demonio Inrrara abría el cuerpo con sus pezuñas y empezaba a devorarlo, con la sangre bajando por las escalinatas del altar.
Relato cedido a TEM por Marcus Dominico
Fotografía:
Portada de la obra del artista Joan Morey
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